Si Escuchas Su Voz

Con El Viento en Contra

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Los tres evangelios sinópticos narran el episodio conocido como “la tempestad calmada” (Cf., Mt 8, 23-27; Mc 4, 35-41; Lc 8, 22-25). Según el relato, los discípulos de Jesús están en una barca zarandeada por las olas, a punto de naufragar, pues navegaban con el viento en contra y no pueden sortear la tempestad. En esas circunstancias se llenan de angustia y miedo, pues temen sucumbir ante la furia de las olas. Jesús interviene para infundirles ánimo, les echa en cara su falta de fe; increpa a los vientos y al mar, y todo vuelve a la calma. 

En otro episodio similar (Cf., Mt 14, 22-33), los discípulos también están en una barca “zarandeada por las olas, pues el viento era contrario” (Mt 14, 24); era de noche y, en esas circunstancias, Jesús se les aparece caminando sobre las aguas; pero, ellos, inicialmente, fueron incapaces de reconocerlo, lo confundieron con un fantasma y se pusieron a gritar llenos de miedo. Jesús les habló diciendo: “¡Ánimo!, soy Yo, no tengan miedo” (Mt 14, 27). 

Tradicionalmente se ha dado al episodio de la “tempestad calmada” una interpretación eclesiológica, considerando a la barca como un símbolo de la Iglesia que tiene que afrontar las tempestades del mundo, es decir: enfrentarse con modos de pensar y actuar contrarios al evangelio, lo cual le ha traído persecuciones. En efecto, la historia de la Iglesia está llena de episodios trágicos, marcados con la sangre de los mártires; personas que han preferido sacrificar su vida antes que traicionar los valores del evangelio. Muchas veces la Iglesia ha tenido que levantar firmemente su voz contra quienes, en nombre de la “ciencia” y una mal entendida “modernidad”, han pretendido imponer sus propios criterios (en temas referidos al respeto a los derechos fundamentales de la persona humana: el derecho a la vida, la libertad, el trabajo, la familia, etc.,). La voz profética de la Iglesia ha sido con frecuencia una “voz que clama en el desierto”; pero, no por esto, puede renunciar a su misión en el mundo. En ese sentido la Iglesia tiene que bregar con los vientos en contra; pero, con la firme convicción de que las fuerzas del mal no prevalecerán contra ella, pues es asistida por el Espíritu Santo. No cabe, pues, dejarse vencer por el desaliento, sino que, renovando nuestra fe en la presencia del Señor, debemos mantener el compromiso firme de seguir navegando con el viento en contra hasta llegar a tierra firme.

No solo la Iglesia, como institución, tiene que bregar con el viento en contra, sino cada uno de nosotros. A nivel personal, somos sacudidos constantemente por diversos tipos de “tempestades” que nos ponen en peligro de “naufragar” si no somos capaces de aferrarnos a Cristo, quien camina siempre a nuestro lado. Es difícil navegar cuanto se tiene el viento en contra, los hombres de mar saben muy bien lo que eso significa; pero, no sólo ellos pueden estar con el viento en contra, sino cada uno de nosotros cuando sentimos que las cosas no salen como lo esperábamos. Todas las dificultades con las que nos encontramos en la vida son la tempestad, son el viento en contra con el cual tenemos que bregar, si no lo hacemos entonces naufragamos, nos hundimos o nos dejamos llevar hacia donde sopla más fuerte; y esto es quizá lo más lamentable, es decir, que seamos como veleros que se dejan arrastrar. Si quieres llegar a puerto seguro tienes que navegar muchas veces con el viento en contra, tienes que aprender, cuando sea necesario, a ir contra corriente.

Los discípulos se dejaron llevar por el miedo a la tempestad, no fueron capaces de reconocer a Jesús que venía a su encuentro; es más, lo confundieron con un fantasma (Cf., Mt 14, 26). Es justamente los que nos puede suceder a nosotros: estar pasando por momentos muy difíciles, “con el viento en contra”, y no reconocer que en esas circunstancias el Señor también sale a nuestro encuentro para tendernos una mano, para decirnos “¡Ánimo!, soy Yo, no tengas miedo”. Dios no nos abandona a nuestra propia suerte, con nuestros problemas, sino que quiere caminar con nosotros, no para hacer las cosas en lugar nuestro sino para darnos el ánimo y la fortaleza que necesitamos.

El apóstol Pedro, quien era el más impulsivo del grupo de los doce, y que le gustaba tomar la iniciativa  hablando en nombre de sus compañeros, tuvo que pasar un mal momento: reconocer su poca fe y su propia cobardía. Pedro, al ver a Jesús caminando sobre las aguas le dijo: “Si de verdad eres tú haz que yo también pueda caminar sobre las aguas para ir hasta ti” (Mt 14, 28). Jesús acogió su pedido; pero, ya sabemos lo que pasó: casi se ahoga. Aquél experimentado pescador, que sin duda sabía nadar muy bien, tuvo pánico y comenzó a hundirse. ¿Por qué fracasó Pedro en ese intento de caminar sobre las aguas?, porque pesaba mucho, es decir, llevaba consigo el peso de su orgullo, autosuficiencia y vanagloria. Para caminar sobre las aguas necesitaba liberarse de su propio peso, necesitaba de la fe y la oración; necesitaba confiar más en Jesús que en sí mismo, necesitaba reconocer su propia debilidad y la fuerza de Dios.

Muchas veces no logramos superar la tempestad porque nos falta fe, nos dejamos agobiar por los problemas de la vida al confiar más en nuestras fuerzas, en nuestras propias seguridades, antes que en la fuerza de Dios, nos creemos experimentados nadadores de mares embravecidos. Si confiamos poco en Dios, y demasiado en nosotros, nos sucederá lo mismo que a Pedro: comenzaremos a hundirnos.

Mientras Pedro miraba a Jesús, y no a la tempestad, podía caminar sobre las aguas; pero, cuando miró las olas, el viento fuerte, y entró en duda, fue entonces cuando comenzó a hundirse. Nos comenzamos a hundir cuando sólo miramos los problemas que se nos presentan y sólo medimos nuestras fuerzas; pero si fuésemos capaces de descubrir la presencia de Jesús en medio de las tempestades de la vida, si aceptásemos la mano que nos tiende y escuchásemos su voz que nos dice: ¡Ánimo, no tengas miedo, Yo estoy contigo!, entonces tendríamos la fuerza suficiente para no hundirnos.

Cuánta gente se siente desesperada, agobiada, sin ánimo para nada; todo ello por que han perdido la fe. Cuántas veces el Señor tendrá que hacernos el mismo reproche: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (Mt 14, 31). Sin fe no se puede vivir, y esa fe está unida a la esperanza; sin fe, sin esperanza el hombre se hunde en la desesperación. La fe se pone a prueba justamente en los momentos difíciles que nos toca vivir; si somos capaces de salir de la tempestad, esa fe se verá fortalecida, se hará más madura. El mismo Jesús nos dice: “Todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23). Sabemos que nuestra fe no es lo suficientemente fuerte, por eso tenemos que pedirle al Señor que aumente nuestra fe para descubrir continuamente su presencia alentadora en medio de nosotros, haciendo nuestra aquella súplica: “Señor creo, pero aumenta mi poca fe” (Mc 9, 24).