Si Escuchas Su Voz

Dar a Dios Lo Que Es De Dios

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En los evangelios sinópticos encontramos un conocido pasaje en el cual se relata que algunos fariseos (generalmente opositores de la ocupación romana) y herodianos (simpatizantes y cooperadores del poder romano) se acercaron a Jesús para preguntarle si era lícito o no pagar impuestos al César (Cf., Mc 12, 13-17; Lc 20, 20-26; Mt 22, 15-21); obviamente, la pretensión era tenderle una trampa a Jesús, obligarle a tomar partido para tener de qué acusarlo. Jesús, conociendo la hipocresía y mala intención de sus interlocutores, luego de solicitarles que le muestren una moneda con la cual se pagaba el tributo y preguntarles por la imagen e inscripción que allí figuraban, les responde con una célebre frase: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21).

Muchos han querido interpretar la frase como una clara división entre lo terrenal y lo espiritual, lo político y lo religioso. Constituye un anacronismo pretender transferir la mentalidad moderna de separación Iglesia – Estado, política y religión, al mundo antiguo. En realidad, no estaba en la pretensión de Jesús establecer claras líneas divisorias que nos sirvan como recetas para no caer en confusiones. El contexto en el cual Jesús pronuncia esa frase es sumamente problemático. Palestina de aquella época sufre la ocupación romana que impone el cobro de impuestos onerosos, con un emperador que se irrogaba potestades y atributos divinos. Hay descontento popular, pequeños grupos rebeldes que pretenden liberarse del yugo opresor; así como también algunos colaboracionistas del mismo pueblo que se acomodan y sacan provecho del poder, lucrando con el cobro de impuestos. Los judíos nacionalistas veían como una humillación el sometimiento a un poder extranjero. Jesús logra escapar a una trampa puesta por sus adversarios, quienes buscaban comprometerlo, enfrentarlo con el pueblo o con el poder romano. En efecto, responder directamente a la cuestión planteada conllevaba a un dilema insoluble. Decir que era legítimo pagar impuestos era ponerse en contra el pueblo y de parte del ‘poder opresor’; por otra lado, afirmar que no era legítimo pagar impuestos era enfrentarse al poder romano, que lo podía considerar un subversivo, contrario al orden. La respuesta de Jesús deja totalmente sorprendidos a sus interlocutores, a quienes les traslada el problema, eran ellos los que tenía que discernir lo que es del César y lo que es de Dios.

El “César” representa no solamente al emperador entonces gobernante (Tiberio) sino también el poder político y económico, ejercido en cualquier pueblo o nación. Es lícito que gobernantes y autoridades legítimamente constituidos puedan exigir tributos a sus ciudadanos a fin de brindarles los servicios que requieren, siempre que no implique un abuso de poder. Los cristianos deben obediencia a las legítimas autoridades, están obligados a cumplir las leyes de un Estado, siempre y cuando éstas no sean contrarias a la ley de Dios. No en pocas ocasiones se han presentado conflictos allí donde una autoridad pretende dictar normas y disposiciones contra la “ley natural”, atentatorias del derecho a la vida, la libertad religiosa, etc. En tales circunstancias, no existe para el ciudadano la obligación moral de cumplirlas, siendo válida la objeción de conciencia para no ejecutar acciones contrarias a las propias convicciones éticas y religiosas, pues “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5, 29). Dar al César lo que es del César significa entonces no reconocerle a ningún gobernante más poder y autoridad del que realmente tiene, no permitirle que, por ejemplo, avasalle la dignidad del ser humano. Ningún poder terrenal puede convertirse en un poder absoluto. Dar a Dios lo que es de Dios significa poner a Dios por encima de todo poder o principado.

En la historia de la Iglesia nos encontramos con muchos ejemplos de invasión de ámbitos, situaciones en las que se mezcla lo político con lo religioso; utilización de la religión con fines políticos. Hemos visto a reyes y gobernantes que confundían su causa con la causa de Dios; y, por otra parte, hemos visto en el pasado también ejemplos de autoridades religiosas del más alto nivel con pretensiones políticas, con aspiraciones de poder terrenal. Esto demuestra que, en la práctica, no es tan fácil establecer claras líneas divisorias, con frecuencia se entremezclan la política con la religión. Aún hoy en día hay políticos que quieren utilizar la fe del pueblo para sus propios fines; hay también religiosos, de una u otra profesión de fe, que utilizan el púlpito no para proclamar la palabra de Dios, sino para defender e imponer sus propias convicciones políticas y formas de ver el mundo. Para algunas personas, el compromiso cristiano con los más pobres es visto como una tergiversación de la misión evangélica, se pretende que el sacerdote se dedique exclusivamente a lo “religioso”, entendiéndose esto como lo “espiritual”, lo puramente cultual; para otros, el compromiso político es considerado como una exigencia irrenunciable de la fe. No cabe duda que fe y política son distintas, pero se dan estrechamente entrelazada. Hay situaciones complejas donde hay que actuar con mucho discernimiento para no invadir fueros. Las relaciones entre fe y política son siempre problemáticas, resultando difícil de establecer, con claridad meridiana, la línea divisoria. Un mismo comportamiento puede ser interpretado desde ópticas totalmente opuestas: para unos será una politización de la fe, para otros será consecuencia del compromiso evangélico. No hay recetas, debemos actuar con criterio de conciencia, sin importarnos mucho las etiquetas que nos impongan.

No hay que olvidar el alcance y significado de lo que es evangelizar, tal como lo expresaba el Papa Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii Nundianti. “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad” (EN, 18). La finalidad de la evangelización, nos dice el Papa Pablo VI, es el cambio interior,  “la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos”(EN, 18). La evangelización busca una transformación a nivel individual y social, “transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN, 19). En ese sentido, la política, la economía, no pueden estar al margen del anuncio liberador del evangelio. La política tiene que estar al servicio del hombre. Lo religioso no puede ser reducido a los ‘espiritual’ o a un ámbito separado del resto de las actividades humanas. Los cristianos son libres para  participar activamente en la vida política. Los pastores, si bien es cierto no pueden hacer política partidaria, no pueden ser ajenos a la evangelización de la política.