Si Escuchas Su Voz

‘Donde Está Tu Tesoro, Allí Estará Tu Corazón’

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A lo largo de la historia los hombres han buscado a Dios de diversas maneras, como quien busca un tesoro escondido, o una perla preciosa de enorme valor. Todas las religiones son, en el fondo, intentos de búsqueda de Dios por parte del hombre. Ese Dios que, como enfatiza el Apóstol Pablo, se nos ha revelado en Jesucristo, imagen visible del Dios invisible (Col 1, 1). Lo paradójico es que aún en nuestro tiempo muchos dicen seguir buscando a Dios sin encontrarlo, otros se niegan a reconocerlo, o incluso lo rechazan con sus actos. Dios siempre está muy cerca de quienes lo quieren encontrar. Ese encuentro viene necesariamente mediado por la fe. Es la fe la que nos permite acoger la revelación de Dios. 

Dios es el absolutamente absoluto, ante quien todo lo demás queda relativizado. Encontrar y servir a Dios vale más que todos los bienes de la tierra. Ganar el Reino de Dios es lo que da sentido a la existencia humana. En consecuencia: la búsqueda del Reino de Dios se convierte en la prioridad esencial de nuestras vidas. El “Reino de Dios” significa, fundamentalmente, la salvación traída por Jesús, la realización de las promesas de Dios. Con la venida de Jesús al mundo se inaugura el Reino de Dios, Él mismo es presencia del Reino. La Iglesia, como continuadora de la obra de Jesús, hace presente el Reino en el mundo y lo extiende. La plenitud del Reino de Dios llegará con la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos. 

Jesús utiliza varias parábolas para hablarnos del Reino de Dios; en una de ellas lo compara con un tesoro escondido (Cf., Mt 13, 44); obviamente, quien lo encuentra no puede cruzarse de brazos, sino que hará todo lo humanamente posible por apropiarse de dicho tesoro, si es necesario se desprenderá de todos aquellos bienes que considera de menor valor. El que encuentra a Cristo ha encontrado el más grande de todos los tesoros, pues ha encontrado la salvación, la felicidad. 

La salvación es un tesoro que el Señor nos da gratuitamente, pero que también exige de nuestra parte la voluntad de aceptarlo, y esa voluntad tiene que evidenciarse en nuestros actos, en nuestra vida, renunciando a todo aquello que nos impide acceder al Reino de Dios. Hay ciertas condiciones necesarias para entrar a ese Reino. Hay que despojarnos de todo aquello que nos impide el seguimiento de Jesús, cualquier apego a las riquezas y al poder. No olvidemos lo que Jesús nos dice en el Sermón de la Montaña: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). Esto nos debe llevar a reflexionar sobre las prioridades que tenemos en la vida, ¿Qué es lo que estamos realmente buscando? Decir que es la felicidad no resuelve el problema; ya Aristóteles había señalado que “Todos los hombres buscan la felicidad”; Kant, por otra parte, había hecho notar que la felicidad es algo totalmente indeterminado, cada quien tiene su propio concepto de felicidad. No olvidemos lo dicho por Jesús: “Donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón” (Mt 6, 21). Dicho de otro modo: aquello por lo cual estás dispuesto a sacrificarte, lo que consideras más importante en la vida, aquello en lo que tienes puesto el corazón, ese es realmente tu ‘tesoro’. Basta hacer un examen introspectivo para darnos cuenta dónde realmente tenemos puesto el corazón. 

El evangelio tiene duras palabras para aquellos que tienen su corazón apegado al dinero; se nos dice que es muy difícil que los ricos puedan entrar en el Reino de los cielos: “Más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el Reino de Dios” (Mc 10, 25). Obviamente, no es que Jesús pretenda decir que los ricos no se salvarán; sino que tienen una tentación más difícil de vencer; por otra parte, el solo hecho de ser pobre no nos garantiza en nada la salvación. El pobre, si bien es cierto que no tiene riquezas materiales a las cuales pueda apegarse, no por ello tiene necesariamente su corazón libre para amar a Dios. Todos, ricos y pobres, podemos estar apegados a algo que nos impiden seguir al Señor. Uno de los más grandes peligros es, sin duda, el dinero, la codicia, el afán de tener, lo cual corrompe el corazón del hombre. 

La sociedad de consumo siempre está creando o inventando nuevas necesidades en las personas; los promotores de las más exitosas campañas de marketing saben que las personas tienen siempre necesidades materiales insatisfechas, que es posible seguir generando infinitamente nuevas necesidades, pues el hombre que no ha puesto su corazón en el Señor siempre estará insatisfecho, buscando llenar inútilmente el “barril sin fondo” de sus necesidades. No es que tengamos que vivir al margen de la tecnología y el progreso, de todo aquello que genera bienestar; se trata de tomar plena conciencia que ese ‘bienestar’ jamás llenará al hombre, jamás lo dejará totalmente satisfecho, pues el hombre está hecho “a la medida de Dios”; en consecuencia: Sólo Dios puede colmar esa medida.

 Dios nos ha dado riquezas que pueden ser consideradas invalorables: como el don de la vida, la salud, la libertad, etc. Jesús nos dice que no debemos andar preocupados por qué vamos a comer o con qué nos vamos a vestir (Cf., Mt 6, 25ss), sino que debemos confiar en su providencia, Él sabe lo que realmente necesitamos y sabrá proveernos de lo que realmente nos conviene; lo más importante es buscar el Reino de Dios: “Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.”(Mt 6, 33). Lo incompresible es que muchas personas prefieran quedarse con las ‘añadiduras’ y no buscar lo que realmente es  fundamental y valioso. Por otra parte, no debemos olvidar las palabras de Jesús en otro pasaje del evangelio “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si al final arruina su vida?” (Mc 8, 36), la vida entendida en sus sentido pleno, la vida eterna, la salvación. 

La infelicidad del hombre, radica precisamente en buscar por el camino equivocado, haber hecho de las cosas un fin en sí mismo, en definitiva: en no haber aceptado a Dios y su reino, en no querer renunciar a lo que es accesorio en la vida. Cuando hemos llegado a descubrir la centralidad de Dios en nuestra vida, todo lo demás nos parece secundario, como decía Pablo: “Todo lo estimo pérdida con tal de ganar a Cristo” (Flp 3, 8). El Apóstol había buscado incesantemente ese tesoro escondido, hasta que su búsqueda tuvo un término en su encuentro con el Señor. De ahí que puede decir con razón: “Para mí vivir es Cristo” (Flp 1, 21).