Si Escuchas Su Voz

El Mandamiento Más Importante

Posted

El evangelio de Marcos (Cf., Mc 12, 28-34) nos relata el episodio de un escriba, es decir un conocedor de la ley y los profetas (las escrituras del antiguo testamento), que se acercó a Jesús para preguntarle “¿Cuál es el mandamiento más importante de todos?” La pregunta tenía sentido en el contexto en que se hacía, pues en tiempos de Jesús los judíos tenían dificultades para discernir qué preceptos eran más importantes que otros. En efecto, existían 613 preceptos, de los cuales la mayoría de ellos (365) eran negativos (en el sentido que prescribían no hacer determinada cosa o abstenerse de tal o cual conducta), el resto de los preceptos (248) eran imposiciones (obligaban a hacer algo determinado). Además de esos preceptos había una serie de prescripciones. En medio de esa maraña de normas y preceptos resultaba difícil distinguir qué era lo más importante, pues todo se mezclaba incluso con los mandamientos de la Ley de Dios dados a través de Moisés. Muchos judíos, sobre todo fariseos, se vanagloriaban de ser fieles cumplidores de la ley y del mayor número de preceptos; algunos, para no olvidarlos, llevaban escritos en rollos, adheridos a su mantos, esos preceptos. Algunos maestros de la Ley habían tratado de encontrar fórmulas que simplificaran todo ese conjunto de normas, estableciendo una especie de regla de oro: “Lo que no te gusta que te hagan, no se lo hagas a otros”. En el judaísmo del tiempo de Jesús ya se intuía que la esencia de la Ley era “Amar a Dios y al prójimo”. Es Jesús quien, realmente logró unir dos mandamientos que ya los judíos conocían en textos bíblicos separados.

Jesús responde al escriba no con un discurso o una disquisición teórica sobre los mandamientos, normas y preceptos, sino con la misma Escritura, citando un conocido pasaje del libro del Deuteronomio: “Escucha Israel, nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5). La respuesta pudiera haber quedado ahí, pues el escriba sólo había preguntado por el mandamiento más importante, no por el segundo que le seguía en importancia; sin embargo, Jesús también le dice al escriba: “El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos” (Mc 12, 31).

Jesús deja bien en claro el vínculo indisoluble existente entre estos ‘dos mandamientos’ que, en realidad, no son dos sino uno solo, “el mandamiento del amor” expresado en una doble vertiente: a Dios y al prójimo. Alguien podría preguntar ¿Es posible amar a Dios sin amar al prójimo? ¿Es posible amar al prójimo sin amar a Dios? ¿Alguno de esos mandamientos está subordinado al otro? La respuesta la encontramos en la misma Escritura. Ya en el antiguo testamento los profetas cuestionaron duramente la pretensión de querer estar bien con Dios sin practicar la justicia y el derecho, sobre todo con los más pobres. Dios rechaza el culto, los sacrificios y holocaustos, rezos y procesiones, de aquellos que son incapaces de amar al otro, de aquellos que permanecen indiferentes al sufrimiento y dolor humanos, que no son capaces de condolerse, sentir compasión por el otro que sufre. La compasión, desde luego, no es un mero sentimiento, sino que debe traducirse en acciones concretas a favor de otro.

El apóstol San Juan nos dice: “Si alguno dice: ‘amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4, 20). De ahí que la conclusión sea obvia, como lo hace notar San Juan: “Quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn, 4 21). Por otra parte, hay personas que se profesan no creyentes, pero que, sin embargo, realizan una serie de acciones altruistas, ayuda desinteresada a muchas personas. Hay quienes piensan que se trata de meros actos de filantropía sin relación con la fe y la religión; pero, si efectivamente hay una preocupación por el otro, que se traduce en acciones concretas en favor de los más pobres y excluidos de la sociedad, en realidad quienes hacen esas buenas acciones no son personas ‘ateas’ o ‘agnósticas’ (aún cuando lo digan expresamente) sino ‘creyentes anónimos’, es decir: personas que si no tuvieran una idea equivocada de Dios y de sus enseñanzas, no tendrían problemas en profesarse abiertamente creyentes. En el fondo creen y aman a Dios. Por otra parte, en realidad nadie hace una obra buena si no es movido por el Espíritu Santo. En ese sentido, toda persona que real y efectivamente ama a su prójimo, está amando implícitamente a Dios.

Jesús no ha separado el amor a Dios y el amor al prójimo, sino que los ha integrado en un solo mandamiento: el mandamiento del amor. No es posible amar a Dios sin amar al prójimo, tampoco se ama al prójimo sin amar implícitamente a Dios. El apóstol Pablo, en la Carta a los Romanos nos dice explícitamente: “El que ama  a su prójimo ha cumplido con toda la Ley” (Rm 13, 8). Todos los mandamientos, pues, se reducen finalmente a uno solo. No hay forma de evadir ese  mandato, no hay forma de evadir el encuentro con el otro que se pone en nuestro camino. No es posible hacer rodeos para llegar a Dios evadiendo nuestras responsabilidades con el otro.

Cabe hacer notar que Jesús nos dice en el evangelio: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”; esta precisión es fundamental, pues no solo se trata de ‘amar’ al otro, sino que ese amor presupone necesariamente que nos amemos nosotros mismos. Hay personas, incluso algunos que presumen de ser muy ‘religiosos’ o piadosos, que posiblemente son incapaces de amar y aceptar a los otros porque son incapaces de aceptarse a sí mismos. Si no somos capaces de amarnos y valorarnos nosotros mismos tampoco seremos capaces de valorar y amar a los demás. Por otra parte, Jesús también nos exige que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado (Cf., Jn 15, 12). De manera que el amor al otro no solo supone que nos amemos nosotros mismos sino también que amemos a la medida de Dios, como Él nos ha amado. ¿Cómo nos ha amado Jesús? El evangelista Juan nos dice que Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban el mundo, los amó hasta al extremo” (Jn 13, 1), es decir: hasta dar la vida por nosotros, aún siendo pecadores.

El escriba al escuchar la respuesta dada por Jesús, asintió diciendo: Tienes razón maestro, amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Cf., Mc 12, 33). Lo más importante, sin embargo, no es reconocer lo que Dios quiere de nosotros, sino hacer lo que Él nos pide. El verbo más importante no es saber sino hacer lo que la palabra nos exige. Por otra parte, Dios nunca pide algo que exceda a nuestras propias posibilidades, nos da su gracia para vivir las exigencias de la fe.