Si Escuchas Su Voz

El Que Ama Cumple La Ley Entera

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Dice el Apóstol Pablo que “El que ama cumple la ley entera” (Rm 13, 10); pues, quien ama a su prójimo no puede nunca buscar hacerle el mal. El apóstol nos habla de la centralidad del amor al prójimo. “A nadie deban nada, solo amor” (Rm 13, 8). Todas las deudas pueden ser saldadas excepto la deuda de amar. La caridad siempre se ‘debe’, todos tenemos esa deuda con los demás que nunca termina de ser pagada. El cristiano que ama, sólo cumple con su deber, no hace ningún acto de heroísmo que merezca elogios o reconocimientos. El otro tiene derecho a echarnos en cara esa deuda de amor que tenemos con él.

Jesús nos hace recordar la centralidad del amor a Dios y al prójimo, expresada ya en el antiguo testamento. Toda la Ley y los Profetas (el antiguo testamento) se concretan en el cumplimiento del mandamiento del amor en sus dos dimensiones: a Dios y al prójimo. Jesús ha sumado y hecho inseparables los dos mandamientos señalados explícitamente en el antiguo testamento: amar a Dios por sobre todas las cosas (Cf., Dt 6, 4ss) y amar al prójimo como a nosotros mismos (Cf., Lev 19, 18); de este modo, Jesús nos hace descubrir qué es lo realmente esencial en la experiencia religiosa, a fin de no perdernos en las cosas accesorias. En el judaísmo, como sabemos, había muchos preceptos (613), centenares de prescripciones, todo esto generaba numerosas casuísticas, interminables discusiones entre los maestros de la ley sobre su aplicación en la vida práctica. El cristiano que vive según el Espíritu sabe discernir lo fundamental de lo accesorio. Todas las prácticas y observancias religiosas, normas y preceptos, carecen de sentido si no están animados y sustentados en el mandamiento del amor.

Jesús nos ha dicho: “En esto conocerán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Jn 13, 35). El distintivo del cristiano es, pues, el amor, no cuánto sabemos acerca de Cristo, ni el número de nuestros sacrificios, ayunos y penitencias, las cuales en si nos ayudan a perfeccionarnos en el amor. Una iglesia que no sea la “Iglesia del amor” no es, definidamente, la Iglesia de Jesucristo. El creyente debe testimoniar el amor de Dios en su vida, en ese sentido está ‘obligado’ a cumplir los mandamientos. ¿Cómo podemos evidenciar o demostrar que realmente amamos a Dios? La respuesta obvia a tal interrogante sería: “si escuchas y cumples su palabra”, “si cumples sus mandamientos”. En efecto, Jesús nos dice: “Si me aman guardarán mis mandamientos” (Jn 14, 15), “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama” (Jn 14, 21). Ahora bien, todos los mandamientos y preceptos de la Biblia se pueden reducir a un único mandamiento: el mandamiento del amor. Dice san Pablo, en la carta a los Gálatas, que “la Ley entera está en una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5, 14). Quien no se ama un poco a sí mismo, tampoco tiene capacidad para amar a los demás, y quien no ama a los demás tampoco ama a Dios.

El amor a Dios, como bien lo sabemos, se manifiesta en el amor al prójimo; pero, el amor al prójimo no es algo abstracto, sino algo real y concreto. El prójimo es alguien de carne y hueso que está junto a nosotros, o por hermano del cual lo vemos en el camino y  cuando pasamos junto a él; ese amor supone el respeto por el otro, por su vida, su dignidad. Si amas al otro defiendes su vida, sus derechos, le das la bienvenida, no le robas, no lo calumnias, no cometes adulterio, etc., es decir, cumples los mandamientos del decálogo.

Los mandamientos, por otra parte, no son piedras u obstáculos que Dios  pone en nuestro camino, como para probarnos. Hay algunos que piensan que sería mejor que no existieran los mandamientos, o hacen las cosas sólo porque están mandadas por Dios, es decir, por pura obligación, éstos son ‘virtuosos’ a la fuerza. No hacer el mal por pura obligación, o por miedo a un castigo, o porque no se tiene la posibilidad de hacerlo, no tiene nada de virtuoso. Los mandamientos nos son cargas pesadas que Dios pone sobre nuestros hombros, todo lo contrario, los mandamientos están puestos para orientar nuestra vida en ese camino hacia Dios, que nos facilitan el encuentro con Dios y, en consecuencia, nuestra propia realización, nuestra felicidad. Los mandamientos son como luces que señalan el camino, ellos nos indican cuál es la senda correcta para no extraviarnos. Cumplir los mandamientos significa hacer lo que Dios nos pide para nuestro propio bien.

El Papa Juan Pablo II nos decía: “Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo (Cf., Rom 13, 8-10) no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo los confirma, desde el momento en que revela su exigencia y gravedad” (Carta Encíclica Veritatis Splendor, 76). No se trata, pues, de ninguna reducción de exigencias para el hombre, ni de ningún tipo de exceptuación de las mandamientos de la antigua alianza. “El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Cristo y en el don del Espíritu Santo” (Veritatis Splendor, 76). El amor es siempre más exigente que la ley.

En la medida en que el hombre más se aleja de Dios, más difícil le será poder cumplir los mandamientos. El pecado, el vicio, los apegos al mundo, las falsas seguridades del tener o poseer nos debilitan espiritualmente, nos quitan las fuerzas y el amor para vivir el evangelio. Adquirir una virtud cuesta mucho sacrificio, requiere de tiempo y esfuerzo, en cambio es muy fácil adquirir el vicio, es fácil caer en el pecado. Por eso el cristiano tiene que aferrarse a Cristo, estar unido a Él, tener el auxilio de los sacramentos, la confesión, una vida intensa de oración. Si no recurrimos como siempre o desde ahora a la ayuda de Dios, no podremos jamás cumplir con lo que Él nos pide.