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La Fe en La Resurrección de Jesús ¿Requiere ‘Pruebas’?

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Con la celebración del Domingo de Ramos se da inicio a la Semana Santa, semana que tiene como centro el Triduo Pascual. Litúrgicamente el Triduo Pascual comienza con la misa vespertina de la cena del Señor (jueves santo), alcanza su cima en la vigilia pascual (sábado santo) y se cierra con las vísperas del domingo de pascua (domingo de resurrección). El Triduo Pascual es el núcleo de la Semana Santa. La pasión, muerte y resurrección no son eventos disociados, no pueden separarse sino que mantienen su unidad. Jesús mismo, cuando aludía a su pasión y muerte, nunca las disociaba de su resurrección. El viernes santo no puede ser entendido sin el domingo de resurrección.

Los relatos evangélicos, que hacen referencia a los hechos inmediatamente posteriores a la muerte de Jesús, ponen en evidencia que sus seguidores no esperaban la resurrección del Señor. Unas devotas mujeres (María Magdalena, María la de Santiago y Salomé), van muy temprano, el primer día de la semana, portando aromas, para cumplir con el piadoso deber de embalsamar el cuerpo de Jesús según la costumbre de los Judíos, pues el cuerpo del Señor había sido sepultado muy de prisa después de su crucifixión el día viernes santo, por la cercanía de la celebración del sábado (Cf., Mc 16, 1ss). Es evidente, entonces, que quienes van al sepulcro esperan encontrar un cadáver, no se pueden imaginar siquiera que Jesús había resucitado, eso explica su asombro y estupor al encontrar la tumba vacía; lo primero que se les puede ocurrir, utilizando su sentido común, es que “se han llevado el cuerpo de Jesús”. El evangelio de Lucas relata que “unos hombres con vestidos resplandecientes” dijeron a las piadosas mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5ss).

Es necesario aclarar que no llegamos a convencernos de la resurrección de Jesús a través del razonamiento lógico, o después de un análisis científico riguroso de las supuestas pruebas de la resurrección, como pueden ser la “tumba vacía” o el “Santo Sudario de Turín”. La tumba vacía no es una prueba de la resurrección, sino un símbolo o signo de la misma. La mayor prueba irrefutable de la resurrección es el encuentro con el Resucitado. La tumba vacía no genera la fe en la resurrección; la fe en la resurrección se genera por una iniciativa del mismo Resucitado, por su intervención personal, pues es Él quien sale al encuentro de sus discípulos devolviéndoles la esperanza.

Los evangelios nos permiten deducir que el viernes santo significó para los seguidores de Jesús un duro golpe para su fe, imposible de superar por sí solos sin la intervención personal del mismo Resucitado. Los discípulos, después de la muerte de Jesús, estaban con los ánimos “por los suelos”, temerosos, frustrados, abatidos; no esperaban la resurrección de Jesús, pues, como dice el evangelista San Juan: “no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9). Es ese contexto de “desesperanza” que Jesús resucitado les sale al encuentro y, al comienzo los discípulos no son capaces de reconocerlo. El encuentro con el Resucitado viene siempre mediado por la fe. La Resurrección de Jesús no puede ser afirmada ni rebatida desde la ciencia o la filosofía, es siempre objeto de fe.

La fe en la resurrección de Jesús no es el resultado de alguna ‘alucinación’ de los discípulos que no habrían podido superar el trauma ocasionado por la muerte de Jesús en la cruz, tampoco responde a un temperamento visionario o a un autoengaño de los discípulos. Los textos bíblicos neotestamentarios relatan con toda claridad que ha sido por iniciativa del Resucitado que los discípulos renuevan su fe y esperanza en Jesús después de los dramáticos acontecimientos del viernes santo. El apóstol Pedro enfatiza que la fe en la resurrección se sustenta en una experiencia real, no en una alucinación; la fe en la resurrección tiene un substrato histórico (Cf., Hech 10, 36 ss). Jesús de Nazareth es un personaje histórico, su vida y obras es de todos conocida; pero, Pedro va mucho más allá, su testimonio no se reduce a la vida terrena de Jesús, sino que se presenta como testigo del Resucitado, con una afirmación categórica: “Hemos comido y bebido con Él después de la resurrección” (Hech 10, 41). Con estas palabras Pedro quiere indicar que el encuentro con el Resucitado no puede reducirse a una experiencia puramente interior o psicológica, se trata de un encuentro real; la naturaleza de ese encuentro es muy difícil de precisar, pues se trata del encuentro con un Resucitado, no con un hombre de carne y hueso que ha vuelto a la vida terrena, como es el caso de Lázaro (al margen de la ‘historicidad’ o del carácter simbólico que pueda tener el relato), quien en sentido estricto no resucitó sino que fue reanimado y volvió a la vida terrena para de nuevo morir; Jesús, en cambio, ya no puede volver a morir sino que vive para siempre y es accesible a todo creyente. La resurrección de Jesús implica una nueva relación espacio temporal: El Resucitado ya no está circunscrito a un espacio y tiempo determinado, como sucede con una realidad física puramente material. Gracias a la resurrección de Jesús los hombres de todos los tiempos, y de cualquier lugar, pueden tener un encuentro real con Él; ese encuentro se produce, obviamente, mediado por la fe. Sin la fe no es posible encontrarnos con Jesús resucitado.

La fe en la resurrección, por otra parte, tiene que tener necesariamente consecuencias prácticas en la vida del creyente. No podemos decir que creemos en Jesús resucitado si eso no se evidencia en nuestra vida, si no buscamos “las cosas de arriba” (Cf., Col 3, 1-4). Una persona que en su vida demuestra una preocupación exclusiva, y a veces obsesiva, por las “cosas de la tierra”, que considera las cosas como fines, que no es solidario con el hermano que sufre, no puede ser un creyente en la resurrección del Señor. El creyente reconoce que su patria definitiva está más allá de esta tierra sometida a servidumbre. Por otra parte, no debemos ignorar que la resurrección tiene también un alcance cósmico: esta tierra, y la creación entera, que “gime con dolores de parto” tiene que ser renovada (Cf., Rm 8, 18ss), esperamos un cielo nuevo y tierra nueva. La visión materialista de la existencia humana, el consumismo desmedido, la insensibilidad ante los excluidos de la sociedad, son prueba de que el fondo no se cree en la resurrección.

Una consecuencia práctica e inmediata de la fe en la resurrección; una ‘prueba’ indirecta de que Jesús había resucitado fue, precisamente, el cambio radical que se produjo en la comunidad de los creyentes, tal como lo relata el Libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf., Hech 2, 42 ss; 4, 32ss). La vida de los primeros cristianos, su entusiasmo y fervor misioneros no podrían explicarse sino por su experiencia de encuentro con el Resucitado. A este punto cabe preguntarnos ¿Cuáles son las pruebas o evidencias en nuestra vida de que realmente creemos que Cristo ha resucitado?