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La Retribución Temporal y La Fe en La Resurreción

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El tema de la esperanza, en el antiguo testamento, está muy unido al tema de la retribución. En sus comienzos el pueblo de Israel no cree en una existencia ultraterrena. Se pensaba que la retribución de Dios era únicamente para esta vida; pero, esa tesis tradicional de la retribución temporal (presente, por ejemplo, en el libro de Job) no podía ser sostenida por mucho tiempo ante la evidencia de la experiencia: en la vida real no siempre los que obran el bien reciben una justa retribución y los malvados el castigo; más bien sucede con frecuencia lo contrario. Esto conlleva a que progresivamente se vaya tomando conciencia que la existencia humana no puede terminar definitivamente con la muerte, lo cual pondría en entredicho la justicia de Dios. ¿Cómo se produce ese proceso que culmina con la fe neo testamentaria en la resurrección?

Israel es, sobre todo, el pueblo de la esperanza, vive de la esperanza. Para el Israelita, el ideal más querido es la preservación y prolongación de la vida; para Israel, la vida es la suma de todos los bienes; por contraposición, la muerte sólo puede ser la suma de todas las desgracias. Dios se revela como el Señor de la vida. Cuando Dios retira su espíritu (Ruaj), la carne vuelve al polvo (Cf., Jb 34, 14-15; Qo 12, 7; Sal 104, 29). Para el israelita, la enfermedad, la desgracia, la debilidad son ya formas incipientes de muerte.

En el libro de Job, en el que se aborda el problema de la retribución, no se llega a una solución adecuada, pues aunque Job sufrió todo tipo de desgracias, finalmente fue retribuido con creces en esta vida, “Yahvé aumentó el doble de todos sus bienes” (Cf., Jb 42, 10-17); pero, ¿Qué hubiera pasado si el libro terminara contándonos que Job murió en la desgracia no obstante haber sido un hombre justo? Esa tesis tradicional de la retribución temporal, según la cual en esta vida se recibe la recompensa o el castigo, se cae por tierra al contrastarla con la experiencia. No es cierto, como aún piensan hoy en día muchas personas, que “todo se paga en esta vida”. El pueblo de Israel va tomando conciencia progresivamente de la revelación divina, llegando a la convicción de que la existencia del hombre no puede terminar definitivamente con la muerte.

En algunos textos sapienciales se nos habla de una cierta prolongación de la ‘existencia’ en el Scheol (lugar de los muertos), esa ‘existencia’ es tan disminuida que no merece considerarse como tal. Estar en el Scheol es habitar en “el silencio” (Sal 31,18; 94,17) y “el olvido” (Sal 88,13), es “estar arrancado de la mano de Yahvé” (Sal 88,6), es “no poder alabarlo” (Sal 6,6; 30, 10; 115, 17). El Eclesiastés nos dice que “los muertos no saben nada, y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria. No existirá obra ni razones, ni ciencia ni sabiduría” (Qo 9, 5.10). En la doctrina del Scheol de la escritura veterotestamentaria, al menos en sus estratos más antiguos, dice K. Rahner, aparece una nebulosa pervivencia de los muertos. Pese a la elasticidad de sus descripciones, no se refiere propiamente a una perspectiva más allá de la muerte, como para afirmar algo sobre un “más allá” en cuanto tal, sino que contempla la muerte misma en cuanto radical acabamiento de la vida del hombre entero [Cf., RAHNER, Karl (1984): La muerte del Cristiano, en Mysterium Salutis, Vol. V. Madrid; Cristiandad]. El problema de la retribución llega, a través del libro de Job y el Eclesiastés, a un punto muerto, no aparece ninguna solución razonable.

El pueblo de Israel va tomando conciencia que el destino del hombre no se acaba con la muerte. Comienza abrirse paso la fe en una resurrección colectiva, del pueblo, no de las personas individualmente. Os 6, 1-3, por ejemplo, no nos habla, todavía, de una resurrección de los individuos, sino del pueblo en cuanto tal.

En un pasaje que corresponde al conocido oráculo de Ez 37, 1-14, sobre la reviviscencia del inmenso osario (símbolo de lo que queda de Israel), ante la pregunta “¿Podrán estos huesos revivir?”, el profeta responde cautamente “Señor Tú lo sabes” (Ez 37, 3). La cauta respuesta del vidente, como dice el teólogo Ruiz de la Peña insinúa que en aquella época la idea de la resurrección de los muertos se contemplaba con cierta dosis de escepticismo, en el mejor de los casos se aceptaba una “resurrección colectiva” (restauración nacional) no de individuos en particular [Cf., Ruiz de la Peña (1975): La otra dimensión/Escatología Cristiana. Madrid; Sal Terrae].

Los exégetas nos dicen que el primer testimonio categórico de una creencia en la resurrección de los muertos se contiene en el libro de Daniel: “muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno” (Dn 12, 2). El segundo libro de los Macabeos, posterior en algunos años al libro de Daniel, desarrolla ideas muy semejantes a las del libro de Daniel. Se nos dice que para el tirano “no habrá resurrección para la vida” (2Mac 7, 14). Es de resaltar, también, la confianza en la vida más allá de la muerte expresada en los “sufragios”: “pues de no esperar que los soldados caídos resucitarán, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos” (2Mac 12, 44). Esta fe en la resurrección no es producto de una elucubración conceptual, sino de la reflexión de los creyentes sobre una circunstancia histórica bien concreta.

Por otra parte, en el antiguo testamento, la muerte no es concebida como un hecho meramente biológico, sino también en relación con el pecado. Cuando el autor sagrado nos dice que “Dios no hizo la muerte”, sino que “todo lo creó para que subsistiera” (Sab 1, 13-14), está asentando la premisa de otra afirmación: “la muerte entró en el mundo por envidia del diablo” (Sab 2, 24), afirmación que conecta, en la tradición bíblica, la muerte con el pecado.

Es en el nuevo testamento que se consolida la esperanza en la resurrección. Jesús se presenta como la vida, “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Jesús nos dice que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Cf., Jn 10, 10), se entrega a una muerte de cruz para darnos vida. La muerte del cristiano es a partir de entonces un conmorir con Cristo para resucitar con Él por la fuerza del Espíritu, como dice San Pablo: “El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos…vivificará también vuestros cuerpos mortales” (Cf., Rm 8, 8-11). La resurrección de los muertos es un punto central de la fe cristiana, pues como señala el mismo Pablo, “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe.” (1Cor 15, 13-14). La muerte y resurrección de Cristo nos confirman la promesa de vida y la confianza de que todos nosotros también resucitaremos.