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La Utopia de La Paz Mesiánica

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La utopía, en su sentido etimológico (“ou-topos”), según algunos autores, vendría a ser “lo que no tiene lugar”; pero, eso no significa que “nunca tendrá lugar” sino que puede también significar “lo que todavía no tiene lugar”, como señala K. Mannheim, “por el hecho de que la determinación concreta de lo que es utópico procede siempre de cierta etapa de la existencia, es posible que las utopías de hoy se convierten en las realidades del mañana” (Mannheim, Karl: “Ideología y Utopía”).

El pensamiento utópico puede ser un pensamiento ideologizado, en el sentido de ser la expresión de una “falsa conciencia”, pero también puede ser la expresión de una “conciencia revolucionaria” que cuestiona una realidad existente impulsando el cambio (“revolución”). En ese sentido las ‘utopías’ siguen siendo necesarias en nuestro tiempo, ellas posibilitan superar el inmovilismo y la fría racionalidad que ha llevado a muchos a prescindir de nobles ‘ideales’;  “al abandonar la utopía, el hombre perdería la voluntad de esculpir la historia y al propio tiempo la facultad de comprenderla” (Mannheim, K.: “Ideología y Utopía”). El hombre no puede vivir sin ‘utopías’, pues siempre necesita creer en algo que le motive a actuar y encontrar sentido a lo que hace.

La obra “Utopía”, novela de Tomás Moro (+1535), buscaba cuestionar severamente a la sociedad de su época, la situación económica de Inglaterra y Europa en el siglo XVI: desigualdades, injusticias, guerras. La descripción de ‘utopía’ era allí un “recurso literario” para cuestionar los vicios y las miserias de su tiempo, buscando recuperar los verdaderos valores perdidos. Los políticos y gobernantes de su tiempo entendieron claramente la alusión. La utopía, en el sentido de Tomás Moro sería entendida como lo que “está cerca de ningún lugar”, como “realidad posible”; no se trata entonces de pura ficción. De hecho, Tomás Moro, no escribe “ou-topía” (no-lugar) sino “u-topía”, neologismo de significación ambigua. La descripción de una “sociedad imaginaria” en la que se vive los valores de la justicia, la solidaridad, la paz, etc., sirve de contraste para cuestionar la “sociedad real” donde se percibe la ausencia de esos valores.

Los cristianos también vivimos de una ‘utopía’, la utopía de un mundo mejor, una sociedad donde impere la justicia y la paz; creemos que vendrá “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Cf., Is 65, 17; Ap 21, 1; Rm 8, 20 ss). Esa ‘utopía cristiana’ es fundamentalmente ‘esperanza cristiana’, basada en las promesas de Dios. El Cristianismo es un mensaje de esperanza. Es la esperanza la que nos anima, la que nos motiva, la que da sentido a nuestros sacrificios, trabajos, la que nos da la fuerza para soportar las tribulaciones, la que nos da la alegría. Nosotros no sólo esperamos algo en la vida, esperamos encontrarnos con alguien más allá de nuestros trabajos y sacrificios de nuestra vida; esperamos encontrarnos con Cristo, porque Él es el sentido de nuestra vida, el objeto de nuestra esperanza.

La Iglesia comienza su año litúrgico con el tiempo de adviento, anunciando un mensaje de esperanza, invitándonos a prepararnos para encontrarnos con Jesús. El tiempo de adviento es una preparación para celebrar ese gran acontecimiento de la venida de Jesús al mundo, recordando su nacimiento en Belén. Este Jesús que vivió entre nosotros, que fue crucificado, que resucitó y subió al cielo y que vendrá lleno de gloria al final de los tiempos. Por ello, la Iglesia también espera el retorno glorioso del Señor. 

La utopía cristiana tiene hondas raíces bíblicas. Encontramos que en el antiguo testamento el pueblo de Israel vive de la esperanza mesiánica, cree firmemente en la llegada de un Mesías salvador; es esa esperanza la que da sentido a la historia, convirtiéndola en “historia de la salvación”. Un ejemplo concreto de pensador utópico es el profeta Isaías (Cf., Is 2, 1-5). El profeta vislumbra un futuro mesiánico que expresa las esperanzas de la humanidad, nos habla de una paz y armonía, de la superación de la guerra y división entre los hombres: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra.” (Is 2, 4). Este ideal bíblico de la paz está muy presente en la historia como aspiración humana aun no realizada. Resulta incomprensible que, a pesar del desarrollo de la civilización contemporánea y los avances tecnológicos, la creación de organismos internacionales para velar por la paz mundial, no haya sido posible superar el recurso a la guerra como medio para resolver conflictos. La tecnología ha sido utilizada para sofisticar e incrementar el poder letal de los instrumentos de guerra. En muchos países, se sigue invirtiendo gran parte de sus recursos en compras militares, llevando a la práctica aquella antigua máxima latina: “si vis pacem, para bellum” (“Si quieres la paz, prepara la guerra”). De ahí que la magistral descripción que hace el profeta para aquella “situación futura”, en la cual las armas serán convertidas en herramientas de trabajo y que los hombres nunca más se adiestrarán para la guerra, expresa la aspiración de la humanidad que aspira a la paz.

En varios pasajes del antiguo testamento se habla de una ‘paz mesiánica’, de un ‘paraíso’ que no está al inicio de la historia sino al final de la misma, como plenitud, como cumplimiento de las promesas de Dios. Isaías describe la ‘utopía mesiánica’ como un gran banquete al cual todos son invitados a comer de balde, manjares exquisitos, vinos generosos (Cf., Is 25, 6ss), entonces la muerte será “aniquilada para siempre”,  “el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y quitará el oprobio de su pueblo” (Is 25, 8 ). 

Una de las bellas descripciones de la ‘utopía mesiánica’ hecha por Isaías está referida a la armonía del hombre con la naturaleza: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará con la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo…” (Is 11, 6-9). De diversas otras formas el profeta  describe la era mesiánica: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un siervo el cojo, la lengua del mudo cantará, y volverán los rescatados del Señor.” (Is 35, 5-6). Con la llegada de Cristo y la inauguración de su reino se marca el inicio del cumplimiento de esas promesas.

La realización de la utopía de la paz mesiánica descrita por Isaías será posible al final de la historia. Con la segunda venida de Cristo se cumplirá plenamente lo anunciado por el profeta: ya no habrá más guerras, ni divisiones, el Señor enjugará las lágrimas de nuestros ojos, no habrá más llanto ni dolor, y el último enemigo vencido será la muerte (Cf., Ap 21, 4); por eso, los cristianos vivimos en anhelante espera del pronto retorno del Señor. La utopía cristiana no nos saca del mundo, sino que nos compromete en su transformación para acelerar la llegada de la plenitud del reino de Dios. En efecto, esperar la venida del Señor no significa cruzarnos de brazos, es un compromiso para trabajar preparando su ‘retorno’, no significa evadir nuestras responsabilidades sino asumirlas con espíritu cristiano. Es hora de despertar para esperar al que viene con  poder y gloria, el que ha de nacer en un humilde pesebre, en las flaquezas de nuestra humanidad, para realzarnos y darnos el poder de ser hijos de Dios, haciéndonos condignos en su humanidad y en su divinidad.