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Natividad de San Juan Bautista

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La figura de San Juan Bautista, tal como se nos presenta en los evangelios, aparece estrechamente vinculada a la figura de Jesús. Ambos personajes unen sus historias no solo por vínculos de parentesco y por las circunstancias de su concepción y nacimiento, sino esencialmente en relación a la misión que han recibido de lo alto. La concepción del Bautista en el vientre de su madre Isabel, prima de la virgen Santísima, es un acontecimiento prodigioso. San Lucas nos relata que Zacarías e Isabel “no tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos de avanzada edad” (Lc 1, 7); por ello, cuando Zacarías recibe el anuncio del ángel Gabriel de que Isabel concebiría un hijo, que “estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15), no puede dejar de asombrarse y desconcertarse. Desde su razonamiento no podía entender cómo sería posible lo anunciado, expresa una cierta dosis de duda o escepticismo natural, como pidiendo una señal más clara, por ello pregunta al ángel ¿Cómo lo sabré? o como diciendo ¿Qué señal me puedes dar?, “porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad” (Lc 1, 18).

El relato de la anunciación de la concepción y nacimiento de Juan Bautista guarda algunas semejanzas con el relato de la anunciación a María; también ella se turba ante el anuncio del ángel Gabriel de que concebirá y dará a luz un hijo. En este caso María era joven, no vivía con José, por ello tenía sentido su pregunta “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34). El ángel le explica que el hijo que concebirá será por obra del Espíritu Santo. A diferencia de Zacarías, María no pide ninguna señal, sino que hace un acto de total confianza y abandono a la voluntad del Señor. Ese acto libre de María fue posible porque ella, a diferencia de Zacarías, era la llena de gracia, había sido preparada especialmente (desde el vientre materno) por el Señor para ser la madre del Redentor.

En el relato de la anunciación a María, el ángel le dice a la virgen: “Mira, también a Isabel, tu pariente, ha concebido un niño en su vejez, y está ya en el sexto mes aquella que llamaban estéril, porque ‘ninguna cosa es imposible para Dios’” (Lc 1, 36-37). Dios interviene en la historia a favor de los hombres, y no siempre logramos comprender el modo de actuación del Señor, de ahí que el creyente es interpelado en su fe, tiene que dar una respuesta de fe que desborda el ámbito de la razón, lo cual no significa que el acto de fe sea irracional, sino simplemente que no puede ser medido exclusivamente con el canon de la razón. De muy pocas cosas en la vida el hombre puede obtener certezas derivadas de la razón. Al hombre no le queda más remedio que creer si realmente quiere encontrar el sentido de su propia existencia y de las grandes interrogantes que ésta le plantea. En ese sentido,  lo que finalmente resulta más ‘racional’ es creer en la palabra del señor.

Litúrgicamente la Iglesia ha establecido una perfecta correlación entre las fiestas de la Anunciación (25 de marzo), la fiesta del nacimiento de Juan Bautista (24 de junio) y la fiesta del nacimiento del Señor (25 de diciembre). El evangelio de Lucas (Cf., Lc 1, 57-66), nos presenta el relato del nacimiento de Juan Bautista, relato cargado del sentido del misterio, como un hecho portentoso en el que se revela la acción de Dios. El nacimiento del Bautista marca un momento importante en la historia de la salvación, revela la cercanía del cumplimiento de las promesas de Dios. Juan Bautista es el precursor  del Mesías, el que viene a preparar el camino del Señor.

Juan Bautista cumplió su misión reconociendo su verdadero rol de precursor del Mesías salvador. En efecto, el evangelista San Juan nos refiere que cuando una comitiva de sacerdotes y levitas le preguntaron a Juan Bautista, que predicaba en el desierto, si era él el Mesías esperado. Al recibir una respuesta negativa le repreguntaron ¿Por qué entonces bautizas si no eres el Mesías?, Juan Bautista les respondió: “Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes está uno a quien no conocen, que viene detrás de mí, a quien no soy digno de desatarle la correa de su sandalia” (Jn 1, 26-28).

Los evangelios testimonian la actitud de Juan Bautista, quien nunca desorientó a sus propios discípulos ni los quiso retener a su lado, sino que, llegado el momento los persuadió para que siguieran a Jesús (Cf., Jn 1, 35 ss), aclarándoles: “Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él” (Jn 3, 28).  Juan Bautista era plenamente consciente de no ser él la luz sino el testigo de la luz, que era necesario que esa luz crezca y que la presencia del testigo menguara; “es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30). De hecho, los primeros discípulos de Jesús habían sido discípulos del Bautista, como el mismo autor del cuarto evangelio.

Mateo y Lucas nos transmiten un valioso testimonio de Jesús a favor de Juan Bautista (Cf., Mt 11, 1-15; Lc 7, 18- 28). En cierta ocasión Juan Bautista, estando ya encarcelado, un tanto desconcertado porque no veía que Jesús actuara según las expectativas que tenía en él, envió una comitiva a preguntarle ¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro? (Mt 11, 3). Jesús respondió aludiendo al cumplimiento de las profecías de Isaías, es decir, mostrando los hechos o signos que dan testimonio de la llegada del Mesías: lo ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva. Seguidamente Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, habla sobre Juan Bautista diciendo que “es más que un profeta” y que “de entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan Bautista...” (Mt 11, 11).

La solemnidad del nacimiento de Juan Bautista tiene para los cristianos una particular relevancia porque el Bautista está estrechamente asociado a la misión del salvador. Por otra parte, la vida, la personalidad y testimonio de Juan Bautista constituye una fuente de inspiración para vivir ciertos valores tan venidos a menos en nuestra sociedad.