Si Escuchas Su Voz

‘Queremos Ver a Jesús’

Posted

El jueves 5 de marzo, la noticia del Cardenal Edward Egan, sacudió a la comunidad católica de Nueva York y, a muchos seres humanos de buena voluntad. Nuestro querido cardenal se fue a la Casa del Padre. Queda en nosotros, el recuerdo de un hombre de Dios, que estuvo con su pueblo en los momentos funestos como fue la caída del aquel avión que partía a Republica Dominicana o cuando nos despertó el cruel acto sobre las personas en las torres mellizas. Allí estuvo cardenal Egan. También estuvo recibiendo a Papa Benedicto XVI en su visita a Estados Unidos, para hablar en la ONU.

Ahora, nosotros tenemos otro abogado en el cielo. Su vida es una recitación de los evangelios, especialmente del Evangelio de San Juan, donde se recoge una petición de algunos griegos que habían llegado a Jerusalén para la peregrinación pascual: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21) le dijeron al apóstol Felipe. Dicho pedido expresa también el anhelo de los seres humanos de nuestro tiempo que experimentan el deseo de encontrarse con el Señor. Al respecto nos decía el Papa Benedicto XVI: “Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes no sólo que “hablen” de Jesús, sino que “hagan ver” a Jesús, hagan resplandecer el Rostro del Redentor en cada ángulo de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio, y especialmente ante los jóvenes de cada continente, destinatarios privilegiados y protagonistas del anuncio evangélico. Éstos deben percibir que los cristianos llevan la palabra de Cristo porque Él es la Verdad, porque han encontrado en Él el sentido, la verdad para sus vidas” (Mensaje del Papa Benedicto XVI para el Domund del año 2010).

 La Iglesia no puede olvidar su naturaleza misionera, la exigencia de cumplir el mandato del Señor de anunciar la Buena Nueva, anuncio de la persona de Jesús que nos invita a seguirle. Los hombres de nuestro tiempo también tienen necesidad de encontrarse con Jesús; de ahí la exigencia de la misión, del compromiso del misionero de ser testigo del Señor, portador de Dios. El creyente tiene que ser portador de esperanza. El misionero tiene que suscitar en los destinatarios del evangelio un deseo ferviente de “ver a Jesús”, es decir, de encontrarse con el Señor, pues en eso consiste la felicidad. La llamada visión beatífica es la participación en la vida divina, la plena comunión con Dios. Esto es expresado en una de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

 ¿Qué implica, específicamente, el deseo de “ver a Dios”? Para entenderlo debemos remitirnos a la misma Biblia. En el antiguo testamento se nos dice que Moisés quería ver el rostro de Dios, recibiendo como respuesta: “Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo” (Ex 33, 20). El texto enfatiza la trascendencia absoluta de Dios; por otra parte, no era posible ver el rostro de Dios, que aún no había asumido un rostro humano. El deseo del hombre de contemplar el rostro de Dios es también expresado en los Salmos, sobre todo en los momentos de angustia y sufrimiento: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; Tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?” (Salm 42, 2-3).

 El evangelista Juan nos dice: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1, 18). Es por el misterio de la encarnación que Dios asume la naturaleza humana, un rostro concreto en la figura de Jesús de Nazareth. Jesús, como dice San Pablo, es “imagen visible del Dios invisible” (Col 1, 15). Jesús había hablado a sus discípulos acerca del Padre; por ello, en cierta ocasión, Felipe le pidió que les mostrara al Padre. Jesús le respondió: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9). Jesús, sin confundirse con el Padre, expresa la plena comunión entre el Padre y el Hijo: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 11). Es Jesús quien nos conduce al Padre, “nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). El anhelo del hombre de “ver el rostro de Dios” es recogido en el Apocalipsis al hablarnos de la nueva Jerusalén y la segunda venida del Hijo de Dios, como la llegada de la plenitud del reino: entonces los seguidores del Cordero, los servidores de Dios, “verán su rostro y llevarán su nombre en la frente” (Ap 22, 4).

 La llegada a la plenitud de la realización humana no se da en esta vida, necesitamos “ser transformados” para ser sujetos de la visión beatífica. En ese sentido nos dice el apóstol Juan en su primera carta: “…ahora somos hijos de Dios y aun no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 2). En esta vida vemos a Dios veladamente, cuando lleguemos a la plenitud con la resurrección (cuando nuestros cuerpos mortales sean transformados), entonces lo veremos tal cual es. La Iglesia nos enseña que quienes llegan al término de su vida mortal y no tienen nada de qué purificarse, pueden contemplar, inmediatamente después de la muerte, el rostro de Dios (Cf., Bula Benedictus Deus, del 29 de enero de 1336). Ellos son los santos. Después de la muerte todavía tiene el hombre la posibilidad de purificarse (en el purgatorio) por sus pecados veniales antes de contemplar el rostro de Dios.

 El deseo de “ver a Jesús” es, en el fondo, el deseo de “ver a Dios”, es decir: encontrarse con Él, estar en comunión con Él. Jesús es nuestro único mediador con el Padre, Él nos conduce al Padre, nos hace participar de la vida divina. La Iglesia, movida por el Espíritu Santo, está llamada a facilitar el encuentro de los hombres con Jesús. De ahí la exigencia de la acción misionera. Como decía el Papa Benedicto XVI: no basta con que “hablemos de Jesús”, es necesario “hacer ver a Jesús”, “hacer resplandecer su rostro”. No hay que olvidar, por otra parte, que el encuentro con Jesús viene también mediado por el encuentro con el otro, cuya presencia no podemos ignorar. No podemos “ver a Jesús” si permanecemos “ciegos” (indiferentes) ante el sufrimiento del ‘otro’ que es nuestro hermano.

 Hoy, Cardenal Egan está viendo a Jesús. Fue el Apóstol quien compartió entre nosotros el don de su Orden Sagrado, pasando por Nueva York predicando el Evangelio, mientras nosotros seguimos anhelando lo de siempre, el ver a Jesús en cada rostro humano, hasta que aquel día se pueda cumplir el anhelo de ver a Jesús.