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Una Fe Sostenida Por La Esperanza

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La Iglesia comienza este nuevo año litúrgico con el primer domingo de adviento,  anunciando un mensaje de esperanza, invitándonos a prepararnos para encontrarnos con Jesús, y estar ‘vigilantes’. Este tiempo de adviento es una preparación para celebrar ese gran acontecimiento de la venida de Jesús al mundo, recordando su nacimiento en Belén. Este Jesús que vivió entre nosotros, que fue crucificado, que resucitó y subió al cielo, vendrá también lleno de gloria al final de los tiempos.

Los cristianos estamos llamados a testimoniar nuestra fe y esperanza, a dar razones de nuestra esperanza (Cf., 1Pe 3, 15). A ejemplo de Abraham estamos llamados a creer “esperando contra toda esperanza” (Cf., Rm 4, 18). Es la esperanza la que nos anima, la que nos motiva, la que da sentido a nuestros sacrificios, trabajos, la que nos da la fuerza para soportar las tribulaciones sin perder la alegría. La esperanza es inseparable de la fe, es como un termómetro de la fe. En la medida en que la esperanza se separe de la fe, ambas pierden su dinamismo y operancia. La fe debe “actuar por la caridad” y ser “sostenida por la esperanza” (Cf., Catecismo de la Iglesia N.° 162). ¿Cómo la esperanza puede sostener a la fe? La esperanza presupone una fe, se sustenta en la fe (esperamos porque creemos), en ese sentido la prioridad es de la fe; pero, esa fe no puede sostenerse en sí misma. Caridad y esperanza confirman la fe. En la vida cristiana el primado es siempre de la caridad. Fe, esperanza y caridad, no hay que olvidar, son tres virtudes teologales, tienen en el fondo un mismo origen en cuanto son atribuibles a la acción del Espíritu Santo que habita y obra en nosotros. Por ello, dice el Apóstol Pablo: que “el Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13).

El Papa Benedicto XVI nos enseña que hay un lazo indisoluble entre la fe y la caridad, no podemos separar y menos oponerlas entre sí estas; hay una prioridad de la fe, pero un primado de la caridad. “La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (Cf., 1 Tm 2,4); la caridad es ‘caminar’ en la verdad (Cf., Ef 4,15).”

“La fe precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe (‘saber que Dios nos ama’), pero debe llegar a la verdad de la caridad (‘saber amar a Dios y al prójimo’)[Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma del 2013]. En la misma orientación, el Papa Francisco nos enseña que la “verdad de la fe” no puede estar desarticulada del amor, la fe nos abre necesariamente al amor que tiene fuerza transformadora; el amor es fuente de conocimiento, “sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca” (Encíclica Lumen Fidei, N.° 27). Por otra parte, sin esperanza la fe decae y entra el desaliento, la apatía, la acedia. En ese sentido la esperanza tiene que sostener a la fe.

El Papa Francisco, en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, nos dice que la falta de entrega a la misión tiene sus raíces en una falta de espiritualidad profunda, situación que conlleva a perder el entusiasmo, cayendo en el pesimismo, se piensa que “nada se puede cambiar” y que por tanto, no vale la pena ningún esfuerzo.  El Papa nos exhorta a renovar nuestra esperanza con la confianza puesta en Jesús que ha triunfado sobre el pecado y la muerte. El Papa hace referencia a lo señalado en la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final 1: “el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se volvería insoportable”, (L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10) [Evangelii Gaudium, 275]. La cita es también recogida por el Papa Juan Pablo II [Cf.,  Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa (28 de Junio de 2003), N.° 10]. La esperanza cristiana, obviamente, no puede ser una “esperanza diminuta”, una esperanza meramente intramundana. En ese sentido el Papa Juan Pablo II, decía: “Frecuentemente, quien tiene necesidad de esperanza piensa poder saciarla con realidades efímeras y frágiles. De este modo la esperanza, reducida al ámbito intramundano cerrado a la trascendencia, se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con las diversas formas de mesianismo, con la felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial de las sustancias estupefacientes, con ciertas modalidades del milenarismo, con el atractivo de las filosofías orientales, con la búsqueda de formas esotéricas de espiritualidad o con las diferentes corrientes del New Age” (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, N.° 10).

Nuestra esperanza está centrada en Cristo glorioso, que murió y resucitó; Él es nuestra esperanza. Esperamos nuestra realización plena, un mundo mejor donde impere la justicia y a paz, esperamos “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Cf., Is 65, 17; Ap 21, 1; Rm 8, 20 ss). La esperanza es lo que nos da las fuerzas necesarias para transformar este presente con el cual no estamos conformes. Esperar es también comprometerse a trabajar para que esta realidad sea aquello que está llamada a ser según el designio de Dios. “Ningún ser humano puede vivir sin perspectivas de futuro. Mucho menos la Iglesia, que vive de la esperanza del Reino que viene y que ya está presente en este mundo” (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, N.° 11).

El adviento nos hace tomar conciencia de la cercanía del Señor, razón y fundamento de nuestra esperanza, motivo de nuestra alegría. Tengamos paciencia y mantengámonos firmes, “…porque la venida del Señor está cerca” (Stg 5, 8). Esta esperanza, desde luego, no debe hacernos perder de vista que el Señor está también presente en medio nosotros; de ahí la necesidad de reconocerle para que no nos suceda lo que dice el evangelio de Juan: vino a los suyos; pero los suyos no lo recibieron porque prefirie­ron las tinieblas a la luz (Cf., Jn 1, 11). Sólo desde la fe podremos reconocer la presencia de Jesús. El está presente, sobre todo, en los hermanos que sufren, en los más pobres y desposeídos de la sociedad. Jesús mismo se hizo pobre por nosotros, asumió la causa de los pobres. Reconocerlo significa asumir un compromiso con el otro, pues el otro que sufre es el rostro interpelante del Señor que nos sale al encuentro.