Si Escuchas Su Voz

‘Anda, Haz Tú Lo Mismo’

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El lema del Año Santo, “Misericordiosos como el Padre”, expresa muy bien el pedido del papa Francisco, en el sentido de que no basta con reflexionar sobre la misericordia sino que es necesario practicarla. La misericordia es una praxis sustentada en el amor, respondiendo al mandado del Señor: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). En el Antiguo Testamento, particularmente en los salmos, encontramos numerosos pasajes que nos hablan de Yahvé como un Dios que es  “compasivo y misericordioso” (Cf., Ex 34, 6; Sb 11, 23; 2Cr 36, 15; Jo 4, 9; Sal 103, 8.10; Sal 130, 3-4.7-8; Sal 145, 8-9). En el Nuevo Testamento, en las llamadas “parábolas de la misericordia” (Cf., Lc 15, 1-32), Jesús nos reveló el rostro misericordioso del Padre. Toda la vida de Jesús, como nos la presentan los evangelios, es un vivo testimonio de su amor preferencial por los más pobres y excluidos de la sociedad; asimismo, como lo hace notar el Papa: “Jesús afirma que la misericordia  no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos” (Misericordiae Vultus, 9). La compasión y la misericordia se demuestran en acciones muy concretas, en las llamadas “obras de misericordia” (corporales y espirituales). Está claro que, al final de nuestras vidas, seremos juzgados no por cuánto sabemos acerca de Dios sino por cuánto hemos amado o dejado de amar (Cf., Mt 25, 35ss).

En la muy conocida parábola del Buen Samaritano (Cf., Lc 10, 25-37) se nos relata magistralmente en qué consiste la esencia de la praxis cristiana: la vivencia concreta del mandamiento del amor al prójimo. El apóstol Pablo nos dice: “El que ama a su prójimo ha cumplido con toda la Ley” (Rm 13, 8). Todos los mandamientos se reducen, finalmente, a uno solo. No hay forma de evadir ese mandato, no hay forma de evadir el encuentro con el otro que se pone en nuestro camino. No es posible hacer rodeos para llegar a Dios evadiendo nuestras responsabilidades con el otro.

En la mencionada parábola se conjugan dos verbos importantes: “saber” y “hacer”. El letrado se mueve en el plano del saber, referido a un conocimiento teórico. El conocimiento acerca de Dios y sobre la fe, es importante, pero de poco sirve si no nos impulsa a la acción y no nos hace mejores seguidores de Jesús. La pregunta planteada por el letrado es perfectamente válida, y a todos nos interesa saber la respuesta a la cuestión “¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” (Lc 10, 25). El letrado, quien conocía la ley expresada en el Decálogo, sabía bien cuál era la respuesta, pero intentaba evadir su compromiso planteando una segunda cuestión: ¿Quién es mi prójimo? Jesús no está interesado en las disquisiciones teóricas, por ello lleva a su interlocutor al terreno de la praxis, a una toma de conciencia de su propia responsabilidad, por esa razón no responde directamente a la pregunta del letrado sino que le propone una parábola, cambiando la pregunta ¿Quién es mi prójimo? por la cuestión ¿Quién se comportó como prójimo? Se privilegia el obrar antes que el saber.

En la parábola se habla de tres personajes que vieron al prójimo tirado en el camino: el sacerdote, el levita y el samaritano. Los dos primeros son los especialistas de la religión, muy ocupados en las “cosas de Dios”, escrutadores de la Biblia, interesados en conocer los misterios de Dios, pero les falta lo principal: la misericordia, la capacidad de condolerse con el que sufre, tener compasión por el otro, ponerse en su lugar, sentir su sufrimiento. Esos dos personajes se hacen la ilusión de pretender agradar y estar en bien con Dios ignorando al otro. El tercer personaje, el samaritano, es quien verdaderamente se comportó como prójimo, no evadió el encuentro con el otro, no le importó contaminarse de impureza legal, no le preocupó saber previamente la identidad o procedencia del que estaba tirado en el camino (un judío, un samaritano o cualquier extranjero), sólo se dejó llevar de la compasión, tampoco esperó ningún tipo de reconocimiento o recompensa por ayudar al que había caído en desgracia.

Es importante destacar que tanto el sacerdote como el levita, en su intento de evadir su responsabilidad para con el hombre caído en desgracia, tuvieron que hacer un rodeo, es decir: “salirse del camino” para evitar el encuentro con el otro. Para los cristianos Jesús es el camino para llegar al Padre, “Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Si no queremos encontrarnos con el otro, no tenemos más alternativa que “salirnos del camino”, es decir: perder la posibilidad real de encontrarnos con el Señor, pues en el otro, particularmente en el pobre, en el enfermo, en el excluido de la sociedad, se nos revela el rostro de Jesús (Cf., Mt 25, 41ss). Mantenernos en el “camino” es asumir responsablemente nuestro compromiso ético con el otro. Ese otro puede ser el inmigrante ilegal, el “sin techo”, el enfermo abandonado, el desplazado por la guerra y, en general: toda persona que necesita de nuestra ayuda, independientemente de su raza, procedencia, situación legal o condición religiosa. En la sociedad occidental, marcada fuertemente por una visión individualista, muchos han perdido ya la capacidad de conmoverse ante el dolor ajeno, tratan de ignorar la presencia de los pobres que como Lázaros están allí a la puerta. Hay quienes tienen una mayor sensibilidad por los animales que por las personas.

El otro, llamado prójimo, no es simplemente alguien distinto de nosotros que se nos pone al frente, el otro es el rostro de Dios revelado en los rostros sufrientes que nos interpelan. Los rostros de los pobres, en cuanto excluidos de la sociedad, están presentes por todas partes, también en los llamados países ricos. Los pobres son el vivo testimonio de las graves situaciones de inequidad en la sociedad, de la visión materialista de la existencia humana propugnada por ideologías neoliberales que generan mayores exclusiones. La Iglesia tiene que estar siempre del lado de los pobres; ella misma tiene que dar testimonio de pobreza, de desprendimiento, de toma de distancias frente al poder político y económico.

     Cuando el letrado ha entendido correctamente la respuesta, es decir, que quien se comporta como prójimo es el que practica la misericordia con el necesitado, entonces Jesús lleva al letrado a algo que éste no se esperaba: “Anda, haz tú lo mismo” (Lc, 10, 37). El Cristianismo, como hemos dicho, es ante todo una praxis: la praxis del mandamiento del amor. Es imposible encontrarse con Dios sin encontrarse con el prójimo. No basta con haber entendido la Parábola del Buen Samaritano, es necesario que respondamos también al imperativo de Jesús: Haz tú también lo mismo: Compórtate como prójimo.