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El Futuro Como Expectación y La Parusía

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El hombre como “ser en el tiempo” es una realidad finita, su existencia temporal es sumamente limitada, efímera. Basta comparar el ciclo de vida de un ser humano, que en muy contados casos es capaz de superar los cien años. Para quienes creemos en la vida eterna, en ese tiempo extremadamente limitado de nuestra existencia terrenal, con nuestras decisiones nos jugamos nuestro destino eterno. En nuestras decisiones contamos necesariamente con el tiempo; de ese modo vamos configurando nuestro Yo, definiendo nuestra personalidad; en ese sentido, el tiempo es una “realidad” profundamente moral; pero, ¿cómo concebimos el tiempo en el que transcurre la existencia humana?

Aristóteles dio una célebre definición del tiempo: “Medida del movimiento según el antes y después” (Cf., Aristóteles. Física. Trad. De Gillermo R. de Echandía. Madrid: Gredos, 1995. Libro IV. [Fis. 219b], p. 271). Según, esto, la esencia del “tiempo físico” es la “medida”, ¿medida de qué?, del movimiento. Siendo que el movimiento es de las cosas (tomando “cosas” en su sentido más genérico), sin ellas no existiría el tiempo. No basta, por otra parte, para que haya tiempo, que existan cosas que se muevan; mucho más importante es la existencia de una “conciencia” que mida el “antes” y el “después”; y, por supuesto, la “memoria”, sin la cual la conciencia sería vacía. El “tiempo físico” no es una entidad real (en el sentido de que pueda existir en sí mismo como si fuera una “cosa”), existe sólo en relación al movimiento de las cosas y de la conciencia que mide y recuerda. Las medidas son relativas, es decir tienen un referente, por ejemplo nosotros medimos el tiempo tomando como referencia el movimiento rotativo de la tierra sobre su propio eje; de ese modo, al medir ese movimiento, establecemos lo que es un día de veinticuatro horas. Podemos tomar como referente el sol, la luna, etc. De ahí que se puedan establecer calendarios solares o calendarios lunares.

El tiempo es como una línea que “dura” (duración), es irreversible: sobre el pasado ya no podemos actuar; sin embargo, ese pasado sigue estando de algún modo presente en nosotros. Sobre el futuro, en sentido estricto, tampoco podemos obrar, puesto que el futuro “todavía no es”; en todo caso “es” como “posibilidad” que nos podemos apropiar, o como expectación. Sólo podemos actuar en el presente. En ese sentido, “sólo existe el presente” como situación en que nos ha dejado instalado nuestro pasado; pero, ese presente está siempre “transcurriendo”, deviniendo. Mientras que el hombre cuenta con el tiempo, tiene la posibilidad de obrar y cambiar el decurso de su existencia, transformarla. La muerte es el límite negativo de la decisionalidad humana, donde ya no hay más posibilidad para obrar; con la muerte queda definitivamente configurada nuestra personalidad y decidido nuestro destino eterno.

El futuro es el horizonte de la esperanza, pues se espera lo que está por llegar en un momento dado, en un futuro inmediato o remoto; lo que ya se posee no es objeto de esperanza. Los cristianos esperamos la segunda venida del Señor, lo cual implica que “todavía no” se ha cumplido dicho evento; pero, nos preguntamos, la parusía ¿es un suceso ubicado en un tiempo histórico, en un futuro cronológico? ¿Habrá, acaso, alguna generación “última” que asista a la “segunda venida” de Cristo? De ser así, considerando que el tiempo no se detiene, debería llegar ese momento en términos cronológicos, en una determinada “fecha”; pero, por otra parte, el tiempo de los hombres no es el “tiempo” de Dios; Él no tiene tiempo, el devenir no le afecta. La eternidad no es un tiempo interminable, es otra forma de estar y enfrentarse con la realidad. El tiempo existe para nosotros, en tanto tenemos conciencia del movimiento (substrato del tiempo) y la “memoria” (recuerdo) para distinguir un “antes” de un “después”.

San Agustín nos decía que el flujo del tiempo sólo se encuentra en la conciencia (“Tempus in anima est”). El tiempo es constitutivamente el lugar de la decisión. Por otra parte, no podemos considerar el pasado y el futuro como una decisiona­lidad espacial: “hacia atrás” (pasado) y “hacia adelante” (futuro). Sobre un evento futuro tengo siempre aún la posibilidad de intervenir de algún modo; mientras que sobre el pasado esto ya no es posible. El pasado es aquello donde ya no hay nada que hacer; el futuro, en cambio, es aquello que está por hacerse. Cuando se dice que se necesita “tiempo para actuar”, se trata del tiempo por hacer (futuro).

Es el futuro lo que da sentido al presente, pero no es un futuro que simplemente está más allá del tiempo presente, sino que está viniendo a nosotros cada día, haciéndose realidad; como decía san Agustín al reflexionar sobre el tiempo, en realidad no hay tres tiempos (pasado, presente y futuro) sino uno solo, el ‘presente’: el presente de las cosas pasadas (memoria, retención), el presente propiamente dicho (actualidad), y el presente de las cosas futuras (prospección o porvenir): “…es claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación)” [Agustín de Hipona: “Confesiones,” Libro XI, Cap. XX, n. 26].

La espera cristiana en la Segunda Venida del Señor (parusía), está asociada al “juicio de Dios” al final de los tiempos, a la resurrección y la nueva creación. El “retorno” del Señor pertenece al contenido de nuestra fe profesada en el Credo. Jesús, en los Evangelios, aunque no emplea la palabra “parusía”, nos habla de la venida del Hijo del hombre al final de los tiempos. Los primeros cristianos vivían en la anhelante espera del cumplimiento inmediato de las promesas de la llegada de la plenitud del Reino de Dios. El apóstol Pablo exhorta a la espera vigilante ante la venida del Señor (Cf., 1Tes 5, 1ss). Muchos pensaron que la parusía era un evento muy próximo; pero, la parusía no puede ser entendida como un evento en términos puramente cronológicos. El apóstol Pedro, en referencia a la parusía, nos dice que “ante el Señor un día es como mil años y, mil años como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen...” (2Pe 3, 8ss). Hay que entender la parusía como un evento real que se mueve entre la historia y la metahistoria (“más allá” de la historia). Concierne a la historia en cuanto que la culmina; pero, al mismo tiempo, la trasciende (es metahistoria). Por otra parte, el juicio de Dios (juicio final) constituye un “momento” de la parusía, indesligablemente asociado a ella.