Si Escuchas Su Voz

Jesús, El Señor de la Vida

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Dios no creó al hombre para la muerte, sino para la vida; “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27). Los cristianos no creemos en “un difunto llamado Jesús”, sino en alguien que venció a la muerte y resucitado vive en medio de nosotros. Jesús es quien nos garantiza nuestra resurrección y la realización de nuestra esperanza de vida eterna. La resurrección, obviamente, no es una especie de retorno a la vida terrena, sino el “paso” a una vida gloriosa que implica la transformación de nuestros cuerpos mortales (Cf., Flp 3, 21; 1Cor 15, 35-53), sin que podamos saber cómo será esa transformación. La Pascua, precedida por la Semana Santa, nos introduce en el misterio central de nuestra fe: Cristo ha resucitado; Jesús, con su muerte y resurrección, ha transformado radicalmente el sentido de nuestra muerte.

La Biblia nos presenta varios casos de “resurrecciones” que en realidad son “reanimaciones”. En el Antiguo Testamento se nos relata casos de “resurrecciones” realizadas con la intervención de los profetas Elías y Eliseo. En el primer caso se trata de la “resurrección” del hijo de la viuda de Sarepta hecha por mediación del profeta Elías (Cf., 1Re 17, 17-24); en el segundo caso, Eliseo “resucita” al hijo de la mujer sunamita (Cf., 2Re 4, 31-37). En el Nuevo Testamento se presentan tres casos de milagros de resurrecciones obrados por Jesús: La hija de Jairo (Cf., Mc 5, 21-24. 35-43), el hijo de la viuda de Naín (Cf., Lc 7, 11-17) y la resurrección de Lázaro de Betania (Jn 11, 1-45). El pasaje más emblemático es el referido a la resurrección de Lázaro, el cual no aparece en los evangelios sinópticos sino sólo en el evangelio de Juan. El episodio es presentado como culmen de los milagros de Jesús, cerrando el ciclo de su ministerio público, como el más significativo, por cuanto testimonia que Jesús es el Señor de la vida, garantía del cumplimiento de la promesa de resurrección.

Todos los milagros de “resurrecciones” mencionados anteriormente, no son propiamente “resurrecciones” sino más bien “reanimaciones”, pues como dice L. Dufour: “la resurrección designa, en el lenguaje neotestamentario, el hecho de pasar de la muerte a una vida que no se acaba nunca; éste no es el caso de la hija de Jairo, ni del hijo de la viuda de Naín, ni de Lázaro, como tampoco lo era el de los niños devueltos a la vida por Elías y Eliseo” (Dufour, X. León [1982].  Jesús y Pablo ante la muerte.  Madrid: Cristiandad, p. 43). La mejor lectura que podemos hacer de estos relatos es que dichas acciones son una prefiguración del triunfo definitivo de Dios sobre la muerte.

Jesús se presenta como la vida: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25); nos dice que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Cf., Jn 10, 10); Él se entrega a una muerte de cruz para darnos vida. La muerte del cristiano es a partir de entonces un conmorir con Cristo para resucitar con Él por la fuerza del Espíritu, como dice san Pablo: “El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos… vivificará también vuestros cuerpos mortales” (Cf., Rm 8, 11). La resurrección de los muertos es un punto central de la fe cristiana, pues, como señala el mismo apóstol, “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó, vacía es nuestra predicación, vana nuestra fe.” (1Cor 15, 13-14).

El pasaje de la resurrección de Lázaro no debe ser leído en clave histórica, es decir, con la mirada de un historiador que busca descubrir lo que “realmente sucedió”, identificar los personajes, lo que hicieron o no hicieron. Tengamos siempre presente que, si bien es cierto que en la Biblia podemos encontrar pasajes de contenido “histórico”, muchos hechos que pueden se confrontados y corroborados con los de la historia profana, su propósito no es hacer historiografía o cualquier otro tipo de ciencia sino comunicarnos “un mensaje de salvación”; en ese propósito la Biblia no puede errar. Sin pronunciarnos por la historicidad del relato de la resurrección de Lázaro, nos debemos centrar en el sentido teológico del texto, en el mensaje que nos quiere transmitir: Jesús es realmente el Señor de la vida, tiene poder sobre la muerte.

Los detalles relatados en el texto, sirven como marco para enfatizar la idea principal. Jesús no actuó simplemente como uno de los profetas del Antiguo Testamento, como por ejemplo Elías y Eliseo, quienes con el poder de Dios obraron “milagros” de “reanimaciones”. La ciencia moderna, en muchos casos, también ha podido lograr la “reanimación” de personas que por breves instantes han estado “clínicamente muertas”; pero, le resultaría imposible reanimar un cadáver en estado de descomposición. Resulta muy significativo que, en el caso de Lázaro, el pasaje bíblico destaque la idea que ya llevaba cuatro días de muerto cuando Jesús llegó a Betania: “Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro” (Jn 11, 17); es también significativo que cuando Jesús pide que remuevan la piedra del sepulcro, Marta diga: “Señor, ya huele: es el cuarto día” (Jn 11, 39). Hay que tener en cuenta que existía una creencia judía según la cual el espíritu o alma permanecía junto al cuerpo hasta tres días después de la muerte, esperando reunirse con él. De ahí que, en el caso de Lázaro, al cuarto día de muerto, no cabía ninguna posibilidad de una “reanimación”. De este modo, la resurrección obrada por Jesús resultaba un hecho totalmente insólito, del cual la Biblia no presentaba ningún precedente. El pasaje busca poner en evidencia el poder exclusivo de Jesús, a diferencia de los profetas, de devolver a un muerto a la vida en las condiciones en que nadie lo puede hacer. Aun así, no hay que insistir en el milagro desde una perspectiva histórica sino teológica.  

Un aspecto fundamental que no debe soslayarse, es el hecho de que en el pasaje no sólo se expresa con toda claridad la fe en la resurrección final, la cual ya en tiempos de Jesús era sostenida por muchos judíos (particularmente los fariseos que creían en la resurrección de los muertos al final de los tiempos), sino que esa esperanza ya no se remite exclusivamente a un “futuro remoto” o al “final de los tiempos”. Jesús le dice a Marta: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25). Esto expresa una idea central del texto bíblico: La promesa de resurrección y esperanza de vida eterna ya no resulta lejana, está disponible con Jesús, más aún después de la muerte y resurrección del Señor.