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Libertad en el Espíritu

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La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, es plenamente consciente de la novedad traída por Cristo. La salvación, como dice el apóstol Pablo, nos viene por la fe en Jesucristo, y no por el cumplimiento de la Ley. La naciente Iglesia tuvo que enfrentarse a las pretensiones judaizantes que intentaban exigir a los neoconversos seguir viviendo bajo el yugo de la antigua ley. El cristiano está llamado a vivir según el Espíritu.

Las primeras pretensiones integristas al interior de la Iglesia se remontan a los comienzos del Cristianismo. El Libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf., Hch 15, 1-29), pone en evidencia las controversias originadas por cristianos provenientes del judaísmo, quienes no habían comprendido la radical novedad traída por Cristo, considerando insuficientes el bautismo y la fe en Jesús; pretendiendo imponer a los convertidos del paganismo las exigencias de la antigua ley judaica, entre ellas la circuncisión, cuestionando la práctica misionera de Pablo y Bernabé. El asunto obligó a la realización del Primer Concilio de la Iglesia, con la presencia de los apóstoles y presbíteros, donde después de una larga discusión finalmente se asume lo que se considera la doctrina correcta (‘ortodoxia’), dándose por zanjada la controversia. El Concilio de Jerusalén termina con un documento oficial a modo de carta en la que se dice: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponerles más cargas que las indispensables…” (Hch 15, 28). De este modo se afirma el rol protagónico del Espíritu Santo como guía de la Iglesia, así como la autoridad de los apóstoles como custodios de la fe. La Iglesia naciente logró superar la tentación integrista de los judaizantes. Fue sobre todo el apóstol Pablo el más firme defensor de la novedad traída por Cristo, ratificando el principio de la libertad y autonomía frente a la ley judía.

En todos los tiempos ha existido dentro de la Iglesia pretensiones integristas de pequeños grupos que añoran las viejas tradiciones y exigen el retorno al pasado; hay, por ejemplo, movimientos ultra conservadores que se siguen negando a aceptar las reformas del Concilio Vaticano II. No se trata, desde luego, de romper con la verdadera Tradición de la Iglesia, sino de evitar toda forma de integrismo que conlleve a relativizar la verdadera novedad traída por Cristo. Hay también hoy en días formas sutiles de ‘integrismo’ y ‘puritanismo’ de quienes quisieran ‘excomulgar’ a muchos cristianos que no se alinean con sus ideas y formas de concebir la Iglesia. Bajo el pretexto de custodiar el ‘depósito de la fe’ algunos pretenden imponer cargas pesadas sobre los fieles, considerando como de fe lo que de repente no es más que una vieja costumbre propia de un contexto socio cultural hoy inexistente. Se sigue teniendo dificultades para distinguir entre ‘cultura’ y ‘Evangelio’. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo tiene que hacer un permanente discernimiento para determinar lo que puede ser exigible desde la fe y la moral, diferenciando lo esencial de lo accesorio.

La Iglesia tiene que estar permanentemente abierta a los cambios y reformas para ser fiel a su misión. El Concilio Vaticano II fue un ejemplo claro de cómo la Iglesia busca responder a los retos que plantea la evangelización del mundo actual.  El papa Francisco, en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, nos dice que “hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin “fidelidad de la Iglesia a la propia vocación”, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo” (Evangelii Gaudium, 26). Las reformas en la Iglesia tienen como objetivo la misión, responder al hombre de hoy, a una sociedad en permanente cambio. “Los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad” (Evangelii Gaudium, 41).

La Iglesia puede discernir que determinadas formas y costumbres del pasado muy arraigadas deben ser revisadas, “pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida” (Evangelii Gaudium, 43). El temor a equivocarnos no nos debe paralizar, el correcto discernimiento con la ayuda del Espíritu nos conducirá por la senda correcta. “Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos” (Evangelii Gaudium, 49).

El papa Francisco nos pone en guardia frente al peligro de la mundanidad que puede expresarse bajo la forma de gnosticismo o bajo la forma de neopelagianismo. En la segunda forma se ubican quienes confiando más en sí mismo y son nostálgicos de “un cierto estilo católico propio del pasado”, se mantienen reacios a cualquier cambio, al cual consideran como “traición” al Evangelio, se aferran a una “supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar” (Evangelii Gaudium, 94). Se pretende, nos dice el Papa, “dominar el espacio de la Iglesia”; esa mundanidad se expresa, en algunos casos, “en un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos” (Evangelii Gaudium, 95).

En algunos ambientes ultraconservadores (que pretenden seguir siendo católicos) no se quiere reconocer los cambios introducidos en el Concilio Vaticano II, añoran la misa en latín, la liturgia ostentosa; asumen una actitud contestataria y desafiante de la autoridad del Papa, se consideran a sí mismo como los verdaderos defensores de la ortodoxia, está convencidos de que la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, se ha desviado de su misión, y ellos se consideran los llamados a enrumbarla por el verdadero camino.

El cristiano no solo debe mantener la ‘ortodoxia’ sino que debe pasar a la ‘ortopraxis’, pues el Cristianismo no es una teoría sino una forma de vida. La fe nos lleva necesariamente a la praxis, en ese sentido Jesús nos dice: “El que me ama guardará mi palabra…” (Jn 14, 23). La ‘ortopraxis’ del cristiano es fundamentalmente ‘vivir según el Espíritu’. Es el Espíritu Santo quien nos conduce a la verdad, nos ayuda a comprender y vivir según las exigencias del Evangelio. La Iglesia está obligada a dejarse conducir por el Espíritu para garantizar su fidelidad a Cristo y su palabra. Es el Espíritu Santo quien nos permite distinguir lo esencial de lo secundario, inmunizándonos de todo tipo de integrismo religioso.