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¿Por Qué Buscan Entre Los Muertos al Que Vive?

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La Pascua nos debe hacer reflexionar sobre el sentido y alcance de nuestra fe en la resurrección del Señor. El Viernes Santo no puede ser entendido sino a la luz del Domingo de Resurrección. La cruz, el sufrimiento, el dolor y la muerte, no tienen sentido sin la esperanza en la resurrección.

El Viernes Santo significó para los seguidores de Jesús un duro golpe para su fe, imposible de superar por sí mismos sin abrirse a la esperanza de la resurrección y sin la intervención directa del mismo Resucitado. Los relatos evangélicos reflejan la situación anímica de los discípulos después de los acontecimientos del Viernes Santo: frustración total. La resurrección de Jesús no era esperada ni siquiera por los más cercanos discípulos, pues “no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9); para ellos, con la muerte ignominiosa de su maestro en la cruz, todo había terminado, no había nada que hacer.

Lo cuatro evangelios nos relatan, con algunas variantes, lo que sucedió el primer día de la semana muy temprano: la constatación del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-8; Lc 24, 1-8; Jn 20, 1-10). Los tres evangelios sinópticos coinciden en señalar que fue un ángel quien anunció que Jesús había resucitado. Marcos y Lucas relatan el episodio de las piadosas mujeres que son las primeras en acudir al sepulcro, al amanecer del primer día de la semana, portando aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús, pues no se había podido cumplir con la costumbre judía de la preparación del cadáver antes de la sepultura, dado que había sido sepultado muy de prisa, inmediatamente después de su crucifixión el día Viernes Santo, por la cercanía de la celebración del día Sábado (Cf., Mc 16, 1ss). Aquellas devotas mujeres (María Magdalena, María la de Santiago y Salomé), van al sepulcro esperando encontrar el cadáver de Jesús; su preocupación se centra en cómo podrán remover la pesada piedra que cierra el sepulcro, no se pueden imaginar que Jesús había resucitado, eso explica su asombro y estupor al encontrar la tumba vacía; lo primero que se les puede ocurrir, utilizando su sentido común, es que se han llevado el cadáver de Jesús; María Magdalena, muy asustada comunica a los discípulos: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20, 2). El Evangelio de Lucas relata que “unos hombres con vestidos resplandecientes” dijeron a las piadosas mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6).

La constatación del sepulcro vacío, obviamente, no constituye una “prueba” irrefutable de la resurrección de Jesús; pues admite la posibilidad de otras interpretaciones, como por ejemplo, que alguien haya retirado el cadáver. Las mismas piadosas mujeres piensan inicialmente de ese modo. De ahí que no haya que darle excesivo valor de prueba al sepulcro vacío; los discípulos no creyeron en la resurrección de Jesús por haber encontrado el sepulcro vacío, la fe en la resurrección no tiene como pilar ese dato. El episodio desencadenante de la fe pascual es la intervención directa de Jesús resucitado que sale al encuentro de sus discípulos; es lo que los evangelios relatan como “apariciones”. Resultaba imposible que los discípulos llegaran, por su propia cuenta (a partir de un proceso reflexivo) a la firme convicción de que Jesús había resucitado. Por otra parte, tampoco los discípulos se inventaron la resurrección de Jesús; una farsa de tamañas proporciones no hubiera durado mucho tiempo en desmoronarse. Tampoco se trata de una especie de “autoengaño”, en el sentido de que los discípulos hayan tenido algunas “visiones” o “experiencias psicológicas” que sólo se hubiesen producido en el fuero interno de la conciencia sin ninguna correspondencia con hechos externos. Hay una serie de “acontecimientos históricos” que pueden ser constatables para cualquier persona sin necesidad de recurrir a la fe: la muerte y sepultura de Jesús, la situación de los discípulos inmediatamente después de ese acontecimiento (rápida huida de Jerusalén), el intempestivo retorno de ellos a Jerusalén (aduciendo que Jesús se les había aparecido), el rápido crecimiento de la comunidad cristiana desafiando las amenazas de las autoridades judías. Ante todo esto cabe preguntarse ¿Qué fue lo que desencadenó la fe pascual? La respuesta de los evangelios, de los propios involucrados, es unánime: las apariciones del Resucitado. Si Jesús sale al encuentro de sus discípulos, después de su muerte, y no se trata de un fantasma, entonces es porque ha resucitado; y, esto justifica la alegría pascual, arriesgar la vida por la causa de Jesús. ¿Por qué se tendría que poner en duda la experiencia narrada por los propios protagonistas del encuentro con Jesús resucitado?, ¿Por qué tendríamos que dudar de su palabra sin razones válidas para hacerlo?

Es cierto que nadie vio a Jesús resucitando o levantándose del sepulcro; la resurrección, en cuanto tal, no es objeto de una observación empírica, pues no se trata de la vuelta de un muerto a la vida terrena (una especie de reanimación de un cadáver), sino el paso a una vida gloriosa con una corporeidad radicalmente transformada. En ese sentido, la resurrección no es objeto de ningún tipo de constatación científica (ni para afirmarla o negarla), sino que a ella tenemos acceso a través de una experiencia de fe. Esa fe, desde luego, no es la “fe del carbonero”, la del que simplemente dice: “creo porque creo”; la fe en la resurrección tiene un substrato histórico.

El creyente no tiene un encuentro con un “difunto llamado Jesús” sino con alguien que realmente vive. El creyente no necesita de “pruebas científicas” para creer en la resurrección de Jesús. La mayor prueba de la resurrección es el encuentro con el Resucitado. En efecto, si podemos encontrarnos con Jesús hoy es porque Él ha resucitado, es Él quien toma la iniciativa de salirnos al encuentro, como a los discípulos de Emaús (Cf., Lc 24, 13ss). Nuestra fe cumple una función mediadora que posibilita nuestro encuentro con Jesús resucitado. No podemos buscar entre los muertos al que vive. Jesús vive en medio de nosotros y se nos hace presente de distintas formas: en el rostro del hermano que sufre, en los sacramentos (especialmente en la Eucaristía), en la lectura y meditación de su Palabra, en los acontecimientos de nuestra vida. De ahí que la fe en la resurrección debe tener necesariamente implicancias prácticas en la vida del creyente. Una ‘prueba’ de que Jesús ha resucitado es precisamente el cambio radical que se produjo en la comunidad de los creyentes, tal como lo relata el Libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf., Hch 2, 42 ss; 4, 32ss). La vida de los primeros cristianos, su entusiasmo y fervor misioneros, no pueden explicarse sino por su experiencia de encuentro con el Resucitado. No podemos decir que creemos en Jesús resucitado si eso no se evidencia en nuestra vida, si no buscamos “las cosas de arriba” (Cf., Col 3, 1-4). La visión materialista de la existencia humana, el consumismo desmedido, la insensibilidad ante los pobres  y excluidos de la sociedad, podrían ser una prueba de que no se cree en la resurrección.