Si Escuchas Su Voz

‘Todo Lo Puedo en Aquel Que Me Conforta’

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No cabe duda que la entrega a la misión exige muchas renuncias de nuestra parte; además, Dios no nos ha prometido exonerarnos del sufrimiento y las persecuciones por causa del Evangelio. Jesús no nos garantiza éxito en nuestra acción evangelizadora, sino estar a nuestro lado, y esto es más que suficiente para asumir las consecuencias del seguimiento, no con resignación sino con alegría; nadie nos puede quitar el gozo vivir el Evangelio.

La fe no es un recurso para “aliviar el sufrimiento”, tampoco para ignorarlo o sobrellevarlo con resignación. El papa Francisco nos dice que “la luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo” (Lumen Fidei, 57). Es distinta la forma como afronta el sufrimiento un creyente y alguien que no lo es; “porque dice la Escritura: todo el que cree en Él no será nunca defraudado” (Rm 10, 11). El creyente siempre tendrá más razones y motivaciones para cargar con el sufrimiento y el dolor; sin embargo, la fe no disipa toda las dudas e interrogantes: “al hombre que sufre, Dio no le da un razonamiento que lo explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña” (Lumen Fidei, 57). Es esa presencia acompañante del Señor la que da al creyente la fuerza necesaria para no sucumbir ante el sufrimiento y caminar aún en medio de la oscuridad.

Un ejemplo paradigmático es el apóstol Pablo, quien nos narra con mucho realismo todo lo que ha tenido que sufrir a causa del Evangelio: cárceles, azotes, naufragios, noches sin dormir, días sin comer, frío y desnudez, persecuciones y peligros de todo tipo (Cf., 2Cor 11, 23-27). No obstante eso, el Apóstol no ha perdido la alegría y nos manda “estar siempre alegres en el Señor” (Flp 4, 4). ¿Cuál es la fuente de la alegría del Apóstol? Sin duda la presencia del Señor, de ahí que nos diga: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13). En otro pasaje, Pablo nos dice: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31). Es la certeza de estar en la presencia del Señor lo que nos da la fuerza para soportar todo tipo de pruebas.

En el Antiguo Testamento, sobre todo en los Salmos, se expresa la necesidad de poner toda nuestra confianza en el Dios: “Dichoso el hombre que en el Señor pone su confianza” (Sal 40, 5).  El profeta Jeremías dice: “Dichoso quien confía en el Señor, pues el Señor no defraudará su confianza” (Jr 17, 7). El hombre tiene que ser plenamente consciente de la fragilidad de la condición humana, lo cual, ciertamente, no puede ser una excusa para no esforzarse en la virtud. Dios no nos deja solos sino que nos da su gracia para superar la fuerza del mal presente en nosotros, y afrontar todo tipo de pruebas. La religión, por otra parte, no puede reducirse a un ejercicio ascético o al cumplimiento de normas y deberes, pretendiendo que Dios nos recompense por las “buenas obras” que hagamos. Jesús, en el Evangelio, si bien es cierto que pide a sus discípulos que den frutos, dice categóricamente: “Sin mí ustedes no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Solo unidos a Jesús daremos los frutos que Él espera de nosotros.

No nos hagamos ilusiones poniendo toda nuestra confianza en nuestras propias posibilidades. El papa Francisco nos pone en guardia frente a ciertas corrientes antropológicas y psicológicas contemporáneas que ensalzan las capacidades del Yo personal, asumiendo que el hombre con sus solas fuerzas puede lograr todo lo que se proponga, como si no existiera la realidad del pecado y la fragilidad de la condición humana. Se fomenta, de ese modo, una excesiva confianza en sí mismo. Esas formas de pensamiento pueden penetrar en el ámbito eclesial, haciendo que algunos creyentes pongan más confianza en la práctica del Yoga y otras disciplinas orientales, en métodos psicológicos de auto ayuda. De hecho, hay católicos que acuden más a los psicólogos que a un confesor. Debemos inmunizarnos frente a ciertas formas de neopelagianismo contemporáneo, que es una postura contraria a la fe, pues en el fondo niega la necesidad de la gracia divina o la reduce a su mínima expresión. La salvación es siempre un don de Dios. Jesús, con su acto redentor (muriendo en la cruz), nos ha liberado de la muerte eterna y ha abierto para nosotros las puertas del Reino de Dios.

Recordar las palabras de Jesús: “sin mí no pueden hacer nada” nos debe llevar a la toma de conciencia de nuestra verdadera condición humana, sin caer, desde luego, en el otro extremo: pensar que, por nuestra “naturaleza empecatada”, no hay nada que podamos hacer por cuenta nuestra, es decir, asumir equivocadamente que la virtud resulte imposible, y que no podemos evitar el pecado sino solamente invocar el perdón de Dios. Ambos extremos son condenables. La Iglesia nos enseña que, si bien es cierto que el pecado original ha dejado sus huellas en la condición humana, eso no significa que la naturaleza humana está totalmente corrompida, imposibilitada de hacer el bien. El cristiano no es naturaleza pura, sino que ha sido elevado por la gracia. Por otra parte, si bien es cierto que nadie se salva sin Cristo, también es verdad que el hombre tiene que hacerse merecedor del Reino de Dios.

Tiene sentido nuestro esfuerzo y sacrificio por vivir las exigencias del Evangelio, como tuvo sentido para Pablo todas las tribulaciones que pasó para ser fiel a su misión de apóstol de Jesucristo. Nos mueve la esperanza del encuentro con Cristo. Al final el Señor nos dará “la corona de gloria que no se marchita” (1Pe 5, 4).