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Todos Buscan La Felicidad

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Con Aristóteles la filosofía griega clásica alcanzó su madurez. En la “Ética a Nicómano” se recoge las principales ideas de la ética aristotélica. Allí se plantea que el bien es el fin último de las cosas y, por consiguiente, de las acciones humanas. Aristóteles considera que el bien supremo es la felicidad, así como todos los hombres buscan saber, también todos los hombres buscan la felicidad; pero, ¿En qué consiste esa felicidad? Aristóteles no da una definición precisa; nos dice que “la felicidad es una cierta actividad del alma conforme a una virtud perfecta…” (Ética a Nicómano, 1102a), “la felicidad es lo mejor, lo más bello y lo más placentero” (Ética a Nicómano, 1099a), “la felicidad la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa” (Ética a Nicómano, 1097b). La felicidad está unidad a la práctica de una vida virtuosa, esto exige que el hombre puede dominar sus pasiones y deseos en base a la razón. La virtud (areté), según Aristóteles, consiste en actuar según la razón y la prudencia, se genera por la repetición de hábitos buenos que permiten formar el carácter moral. Sobre los presupuestos de la ética aristotélica se han basado diversas teorías llamadas “eudemonistas”, las cuales consideran que el fin de la vida humana es la búsqueda de la felicidad, entendida ésta de diversos modos.

El filósofo E. Kant rechaza que la felicidad sea fundamento de la moralidad de nuestras acciones, las cuales debemos hacer por puro deber. Todo nuestro obrar moral se funda en el cumplimiento del deber, sin introducir ningún otro tipo de motivación, por ejemplo: “Es muy hermoso hacer el bien a los hombres por amor a ellos y por benevolencia compasiva, o ser justo por amor al orden, pero esa no es todavía la legítima máxima moral de nuestra conducta” (Kant, E.: Crítica de la Razón Práctica. Espasa  Calpe, 3ra. Edic. Madrid, 1984, p. 121). Para Kant, si hacemos el bien a los demás, debe ser por puro cumplimiento del deber.

El principio de la felicidad no puede imperar a la razón como si fuese una norma, pues se funda en el deseo, mientras que la razón—dice Kant—es una facultad superior al desear: “Ser feliz es necesariamente el anhelo de todo ser racional, pero finito, y por tanto un inevitable fundamento de determinación de su facultad de desear” (Crítica de la Razón Práctica, p. 42). Para Kant la felicidad es un concepto totalmente indeterminado o indefinido, depende de cada sujeto a precisar o delimitar su contenido según le produzca placer o dolor. “En qué haya de poner cada cual su felicidad, es cosa que depende del sentimiento particular de placer y dolor de cada uno, e incluso en uno y el mismo sujeto, de las diferencias de necesidades según los cambios de ese sentimiento” (Crítica de la Razón Práctica, p. 43). De este modo, para Kant, la felicidad no puede proporcionar una ley que tenga carácter universal con validez para todos; el principio de la felicidad puede dar reglas generales pero no universales. “Un mandato, según el cual debe tratar de hacerse feliz, sería insensato, pues no se manda nunca a nadie lo que él ya quiere por sí mismo indefectiblemente” (p. 60). En cambio - señala Kant-, “ordenar la moralidad bajo el nombre del deber es enteramente razonable, pues a su precepto no quiere primeramente obedecer cada cual de buena gana cuando está en pugna con las inclinaciones” (Crítica de la Razón Práctica, p. 60).

La distinción entre la doctrina de la felicidad y la doctrina de la moralidad en Kant, no implica una separación o contraposición; no se trata de que el hombre deba renunciar a la búsqueda de la felicidad, o que ésta sea irrelevante, sino que en el cumplimiento del deber no se la debe tener en cuenta, es decir - según Kant-, no practicamos la virtud porque busquemos la felicidad; pero, en cierto aspecto “hasta puede ser deber el cuidar de su felicidad; en parte porque ella (ya que a ella pertenece habilidad, salud, riqueza) contiene medios para el cumplimiento del deber, en parte porque la carencia de la misma (por ejemplo, la pobreza) encierra tentaciones de infringir el deber. No fomentar más que su felicidad, no puede nunca ser inmediatamente deber, y aún un principio de todo deber” (Crítica de la Razón Práctica, pp. 134-135). Según esto, hay que fomentar el cumplimiento del deber y la búsqueda de la felicidad. El deber se puede imperar, la felicidad no. “La moral no es propiamente la doctrina de cómo podemos ser felices, sino de cómo debemos llegar a ser dignos de la felicidad. Sólo después, cuando la religión sobreviene, se presenta también la esperanza de ser un día partícipes de la felicidad en la medida en que hemos tratado de no ser indignos de ella” (Crítica de la Razón Práctica, p. 182). Es dignidad – precisa Kant – sólo depende de la conducta moral. Señala que sólo después que se ha dado el paso a la religión recién entonces podremos considerar la doctrina moral también como doctrina de la felicidad, puesto que sólo la religión puede despertar en el hombre la esperanza en la felicidad.

El filósofo X. Zubiri nos dice que el hombre tiene que buscar inexorablemente la felicidad. La moral no es ajena a la felicidad, no puede haber oposición entre moral y felicidad; así mismo, la felicidad no es ajena a la complacencia, sin que con esto se pretenda justificar ninguna moral hedonista o utilitarista; “una moral completamente ajena a toda complacencia y a todo bienestar es una moral  quimérica” (Zubiri, Xavier.: Sobre El Hombre). La pretensión kantiana del cumplimiento del deber por el deber resulta en la práctica irrealizable. Lo moral, como bien señala Zubiri, desborda el ámbito de lo debido; hay cosas que probablemente no estamos obligados a hacer; pero, hacerlas o no, implica un comportamiento moral.

La felicidad no es un mero ‘sentirse bien’ en todos los órdenes, tampoco es una especie de ‘ideal de perfección’ al cual se tiende y nunca se alcanza; se trata de una felicidad humana. Para el cristiano esa felicidad consiste en ser plenamente humano, eso conlleva, finalmente, a su realización en Dios, pues el hombre está llamado a la participación de la vida divina. En consecuencia: la felicidad plena del hombre trasciende los límites de una existencia meramente terrenal abriéndose a la esperanza de la vida eterna. Esa felicidad, obviamente, no niega la realización intramundana.

El evangelio no es una invitación a resignarnos a sufrir en esta vida para gozar de la vida eterna, lo cual sería una forma de alienación; el creyente, unido a Jesús, experimenta ya, aquí y ahora, la complacencia espiritual, el gozo de ese encuentro, la felicidad. Jesús nos dice: “Yo soy al camino, la verdad y la vida, nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6), es decir: Él llena las aspiraciones más profundas del ser humano. ¿Estás en búsqueda de un camino?, Él te dice: “Yo soy el camino”; ¿buscas la verdad?, Él te dice: “Yo soy la verdad plena”. ¿Buscas vivir en plenitud?, Él te dice: “Yo soy la vida”. Quien está en Cristo ya goza de la felicidad. ¿A qué más puedes aspirar para ser plenamente feliz?