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El Valor del Sufrimiento

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En otras columnas hemos explicado que Dios no quiere el sufrimiento de las personas, no puede complacerse con el dolor humano. Dios tampoco envió a su Hijo para que lo matasen de una manera cruenta en una cruz. Jesús no buscó la muerte por sí misma; sin embargo, también hemos precisado que Él nos redimió con su sangre derramada en la cruz, entregando su vida libremente por nosotros. En sí mismo el sufrimiento no puede ser un acto meritorio o deseable. Jesús no ha pedido a sus discípulos que busquen el sufrimiento y se hagan matar. Hemos señalado también que resultaría contrario a la bondad y misericordia de Dios que Él pueda complacerse con el sufrimiento de los inocentes. Cabe entonces preguntarnos ¿tiene algún sentido el sufrimiento? ¿podemos darle algún valor? El sufrimiento no puede ser racionalizado, tampoco justificado desde la fe. Por otra parte, el creyente no usa su fe como una especie de “analgésico” ante el dolor, sino que encuentra un nuevo sentido a su sufrimiento, le da un valor a algo que en sí mismo no lo tiene ¿Cuál es este valor? Ese valor está en relación con el sentido de la cruz, de la Pasión de Cristo. En nuestra columna anterior hemos señalado que el creyente puede ofrecer sus sufrimientos como una forma de expiación de la pena temporal por sus propios pecados, como una forma de “purificación” terrenal de su alma pecadora; puede también ofrecer sus sufrimientos para impetrar la conversión de otros pecadores.

El creyente puede asociarse a la “Pasión de Cristo” a través del ofrecimiento de sus sufrimientos como oración agradable a Dios. La oración cristiana, decía Tertuliano, “ciertamente, no hace venir el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la boca de los leones …; no impide milagrosamente el sufrimiento, sino que, sin evitarles el dolor a los que sufren, los fortalece con la resignación, con su fuerza les aumenta la gracia para que vean, con los ojos de la fe, el premio reservado a los que sufren por el nombre de Dios” (Tertuliano. Sobre la oración: CCL 1, 274). De hecho, Dios no intervino milagrosamente ni siquiera para liberar a su propio Hijo de la muerte humillante en Cruz. Muchos santos mártires no fueron liberados de la muerte cruenta, pero ellos asumieron su muerte como consecuencia de su amor y fidelidad a Dios. ¿Significa eso que Dios era indolente o indiferente ante sufrimiento de los inocentes? De ninguna manera, pensar eso significa desvirtuar la idea de un Dios misericordioso. La idea de un dios que se complace en el sufrimiento de las personas y que exige sacrificios sangrientos para aplacar su ira o reparar su majestad ofendida no corresponde al cristianismo.

Desde una perspectiva puramente racional y pragmática, muchos están de acuerdo en dar la razón a los defensores de la “muerte digna” que reclaman el “derecho” a poner fin a sus sufrimientos en casos extremos, con la eutanasia activa o pasiva, cuando están desahuciados por la ciencia médica; pues, como hemos señalado, el sufrimiento no puede ser racionalizado, justificado, admitido, sino no hay una apertura hacia la fe. Solo la fe puede arrojar luces en medio de esa oscuridad de la razón. Muchísimas personas nos conmocionan con sus testimonios de fe en medio de sus sufrimientos, más aún cuando se trata de niños. Ponemos, a continuación, un par de ejemplos.

Aciprensa, en sus noticias del día 9 de marzo de 2021 (https://www.aciprensa.com/noticias), menciona el caso de la niña española, Teresita Castillo de Diego, de diez años de edad, quien falleció el 7 de marzo de 2021 en Madrid, a consecuencia de un tumor cerebral que le producía fuertes dolores de cabeza. No pudo ser operada debido a complicaciones médicas. La niña había venido padeciendo durante tres años; pero, aun en medio de sus sufrimientos mantenía una profunda fe en Jesús y manifestaba su anhelo de ser misionera. En las últimas semanas de vida—según el testimonio de su madre recogido por Aciprensa—la niña estaba como “crucificada”: no podía beber agua, “las enfermeras le ponían gasas empapadas con agua en la boca. Pero al mismo tiempo, su afán de ser misionera aumentaba: ‘Quiero ser misionera’, ‘Quiero vivir con Jesús’”. La niña hizo realidad su sueño de ser misionera gracias al buen criterio pastoral del Vicario Episcopal de la Vicaría VII de la Arquidiócesis de Madrid, quien el 11 de febrero de 2021, luego de darle la unión y la comunión por el estado de extrema gravedad, le hizo entrega de la credencial y la cruz de misionera. Según el relato de la madre de la niña, Teresita ofrecía sus sufrimientos, pues pensaba que estos aprovechaban a otras personas, por los enfermos, por los sacerdotes. El sufrimiento no la doblegó, mantuvo firme su fe y la esperanza, no perdió la alegría de sentirse amada por Jesús y ser su misionera.

Este no es un caso aislado, también recordamos el caso de otra niña madrileña, María del Pilar Cimadevilla López-Dóriga (nacida el 17 de febrero de 1952 y fallecida el 6 de marzo de 1962). Esta niña, también de diez años, se convirtió en misionera sin haber dejado nunca su ciudad. En el año 2004, la Congregación para las Causas de los Santos la reconoció como Sierva de Dios. El proceso continúa y podría ser declarada santa. Según nos informa Aciprensa, a los nueve años de edad esta niña conocida como “Pilina” contrajo el linfoma de Hodgkin, una enfermedad irreversible y dolorosa que supo asumir con serenidad. Pilina formó parte de la Unión de Enfermos Misioneros, ofreciendo sus sufrimientos por las misiones. Hemos mencionado dos ejemplos de niñas que hicieron de su sufrimiento una ofrenda a Dios, desde la fe y la oración. Sin duda que hay miles de otros casos de niños y adultos que han sabido dar a sus sufrimientos un valor.

No pretendemos aquí hacer una “apología” del sufrimiento, como si fuera deseable que las personas sufran o busquen sufrir para “completar la Pasión de Cristo”, desnaturalizando totalmente el sentido de la expresión paulina “completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). El sufrimiento, para que tenga sentido, no puede estar disociado del amor y fidelidad a Dios. El mandato de Jesús no es ¡Sufran! sino ¡Ámense!

El dolor, el sufrimiento son parte de la historia humana, nos lo encontramos sin necesidad de buscarlos, nos resultan incomprensibles. San Juan Pablo II decía: “…de una forma o de otra, el sufrimiento parece ser, y lo es, casi inseparable de la existencia terrena del hombre” (Carta Apostólica Salvifici Doloris, 3). A diferencia del no creyente, el hombre de fe asume el sufrimiento y transforma su sentido. No basta con resignarse y aceptar pasivamente el sufrimiento, es necesario asumirlo uniéndonos a la Pasión de Cristo, ofreciéndolo por nosotros mismos y por la Iglesia como cuerpo de Cristo. “El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propios sufrimientos, los revive mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado” (Salvifici Doloris, 20).