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Encuentro Real Con Jesús Resucitado

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Según el Evangelio, después de los acontecimientos del Viernes Santo, algunos discípulos huyeron de Jerusalén atemorizados, con sus esperanzas rotas, pensando que la historia de Jesús de Nazaret había terminado de una manera trágica. Ninguno de los discípulos esperaba la resurrección de Jesús. Esa situación es graficada en el relato de los discípulos de Emaús (Cf., Lc 24, 13-35). Aquél primer día de la semana, según relata el evangelista Lucas, dos de los discípulos de Jesús se retiraban de Jerusalén y se dirigían a un pueblo llamado Emaús; estaban convencidos que nada había que hacer, para ellos todo estaba perdido; la muerte de Jesús en la cruz había acabado con todas sus esperanzas. En el camino a Emaús Jesús resucitado les sale al encuentro y camina con ellos, pero eran incapaces de reconocerlo, lo tomaron por un forastero despistado que no estaba enterado de lo que había pasado en Jerusalén en los últimos días. Rápidamente le informan al “forastero” lo sucedido, le cuentan cómo habían matado a aquél en quien ellos habían puesto sus esperanzas como el Mesías de Israel: “Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a liberar a Israel” (Lc 24, 21). Le informan también al “forastero” que ciertamente había noticias de algunas mujeres que decían haber ido al sepulcro el día domingo y haberlo encontrado vacío, y que habrían visto una “aparición de ángeles” que les dijeron que Jesús estaba vivo, pero lo concreto es que a Él no lo vieron. Para aquellos discípulos de Emaús estaba muy claro que Jesús estaba muerto; y, que de ser cierto lo que decían aquellas mujeres, entonces probablemente alguien habría sacado el cadáver de la tumba. Es en ese contexto que Jesús les increpa su torpeza e incredulidad, aquellos discípulos no habían entendido que su maestro resucitaría al tercer día. Jesús resucitado, que camina junto a los discípulos de Emaús, aunque ellos no logran reconocerlo, comienza a explicarles los textos del Antiguo Testamento que se referían al Mesías. Cuanto ya atardecía y el “forastero” hizo un ademán de continuar su camino, aquellos discípulos le piden que se quede con ellos: “Quédate con nosotros porque atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24, 29). Jesús acepta la invitación, comparte una comida con ellos, es en aquella cena, cuando Jesús bendijo el pan y se los repartió, que se les abrieron los ojos y lo reconocieron, “pero Él desapareció de su lado” (Lc 24, 31). Aquellos discípulos caen en la cuenta que aquél a quien confundieron con un “forastero” era el mismo Jesús; es entonces que deciden retornar a Jerusalén llenos de alegría para comunicar a los otros discípulos la gran noticia: “Jesús ha resucitado” y les había salido al encuentro en el camino a Emaús.

El encuentro de Jesús con aquellos discípulos de Emaús fue un encuentro real con el resucitado, no era una alucinación producida por alguna espera angustiosa de que suceda la resurrección; está claro que ellos no esperaban la resurrección. Es ese encuentro con Jesús lo que les devuelve la fe y esperanza derrumbadas con los trágicos acontecimientos del Viernes Santo. El encuentro con el Resucitado no fue fruto de una psiquis alterada de los discípulos por una espera ansiosa en la resurrección. Por otra parte, los discípulos llegan a la fe en la resurrección no como consecuencia de un proceso de análisis reflexivo de los acontecimientos y del estudio asiduo de las Escrituras, sino por la iniciativa del Resucitado. La fe pre pascual de los discípulos no fue suficiente para generar la convicción de que Jesús resucitaría. La fe pascual tiene su génesis en las apariciones del resucitado. El encuentro con el resucitado es real, no sucede en la imaginación o en la psiquis de los discípulos; ahora bien, ¿de qué naturaleza fue ese encuentro? No lo podemos precisar; sin duda que no es el encuentro con alguien que se ha levantado de una tumba, como si su cadáver hubiera sido reanimado. El cuerpo de Jesús resucitado no es un organismo vivo en las mismas condiciones materiales de su existencia terrena; no es tampoco un “espíritu puro” sin ningún tipo de corporeidad; pero, ¿de qué naturaleza es la “corporeidad” del resucitado? No lo podemos precisar. Cristo resucitó corporalmente, su cuerpo fue transformado, el resucitado tiene un cuerpo glorioso que no es objeto de una observación empírica al margen de la fe.

Los relatos de las apariciones del resucitado nos lo presentan de una manera muy material, como si se tratase de un cuerpo reanimado; por ello, incluso muestra a Tomás las huellas de la crucifixión: Jesús resucitado le dice a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos, trae tu mano y métela en mi constado...” (Jn 20, 27). Cuanto el Resucitado se aparece a sus discípulos y estos se llenan de temor porque creen ver un fantasma, les dice: “Miren mis manos y mis pies; soy yo mismo. Tóquenme y vean y vean que un espíritu no tiene carne y huesos como ven que yo los tengo” (Lc 24, 39); pero, el propósito de dichos relatos no es describirnos cómo era el cuerpo del resucitado, sino de poner énfasis en que el resucitado no es un fantasma, sino el mismo crucificado, esto frente a ciertas concepciones que pretendían negar la resurrección corporal de Jesús.

El apóstol Pedro enfatiza que la fe en la resurrección se sustenta en una experiencia real, no en una alucinación; la fe en la resurrección tiene un substrato histórico. Jesús de Nazaret es un personaje histórico, su vida y obras es de todos conocida; pero, Pedro va mucho más allá, su testimonio no se reduce a la vida terrena de Jesús, sino que se presenta como testigo del Resucitado, con una afirmación categórica: “hemos comido y bebido con Él después de la resurrección” (Hch 10, 41). Con estas palabras Pedro quiere indicar que el encuentro con el Resucitado no puede reducirse a una experiencia puramente interior o psicológica, se trata de un encuentro real; la naturaleza de ese encuentro es muy difícil de precisar, pues se trata del encuentro con un Resucitado, no con un hombre de carne y hueso que ha vuelto a la vida terrena. Jesús resucitado ya no puede volver a morir sino que vive para siempre y es accesible a todo creyente, por cuanto ha roto con las limitaciones del espacio y del tiempo. En ese sentido, el mismo resucitado que salió al encuentro de aquellos discípulos de Emaús puede salirnos también al encuentro hoy, aquí y ahora, y a los hombres que vivan en el futuro. Obviamente, la condición indispensable para poder encontrarnos con Él es que tengamos fe.