Si Escuchas Su Voz

Entre La Angustia y La Esperanza

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Una de las afirmaciones más claras del Antiguo Testamento es la bondad y la misericordia de Dios: “El Señor es compasivo y misericordioso” (Sal 102, 8; Cf., también: Ex 34, 6, Ez 18, 23; 33, 11). Yahvé acude en nuestro auxilio sin que merezcamos nada de Él; “no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas” (Sal 102, 10). En muchos pasajes del Antiguo Testamento, sobre todo en los salmos, se repite la idea de que Dios es “compasivo y misericordioso” (Cf., Sal 85, 15; 144, 8-9; 129, 7-8; Neh 9, 17).

Jesús, - dice el papa Francisco- nos revela el rostro misericordioso del Padre: “con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (Misericordiae Vultus, 1). En las llamadas “parábolas de la misericordia” (Cf., Lc 15, 1-32: La oveja perdida, la moneda extraviada, y el hijo pródigo), nos revela la inagotable misericordia de Dios. En el Evangelio vemos a Jesús que se compadece de los pobres, de los enfermos, de los pecadores.

Compasión es un vocablo cuya raíz etimológica vienen del griego “sympatheia” que significa “sentir con”, es decir, hacer nuestro el dolor del otro, sufrir “con el otro”. La misericordia está asociada a la compasión. Cuando decimos que el Señor es misericordioso afirmamos que no solo se compadece, sino que nos trata con bondad, sin que lo merezcamos; derrama sobre nosotros su gracia sin que tengamos ningún mérito propio. Una de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Evangelio es precisamente aquella referida a la misericordia: “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7). En Lucas se nos dice: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Ese mandato – como dice el papa Francisco -, debe ser nuestro programa de vida, con acciones concretas en favor de los que sufren. La Iglesia y cada uno de los creyentes deben testimoniar el amor misericordioso del Señor. El obrar misericordioso constituye un criterio inequívoco para saber quiénes somos realmente hijos de Dios (Cf., Misericordiae Vultus, 9).

Jesús se conmueve ante el sufrimiento de la gente. En algunos pasajes se nos presenta a Jesús conmocionado hasta las lágrimas. Jesús llora ante la tumba de su amigo Lázaro (Cf., Jn 11, 35). El papa Francisco, refiriéndose a ese episodio comenta: “Jesús, Dios, pero hombre, lloró. En otra ocasión en el Evangelio se dice que Jesús lloró: cuando lloró por Jerusalén (Lc 19,41-42). ¡Y con cuanta ternura llora Jesús! Llora desde el corazón, llora con amor, llora con los suyos que lloran. El llanto de Jesús. Tal vez, lloró otras veces en la vida —no lo sabemos— ciertamente en el Huerto de los Olivos. Pero Jesús llora por amor, siempre” (Homilía del Santo Padre Francisco el día 29 de marzo de 2020. Capilla de Santa Marta). Jesús – nos dice el papa Francisco – no puede mirar a la gente que sufre sin sentir compasión. ¿Podemos nosotros ser insensibles ante el dolor de los demás?

Ante la pandemia del COVID-19 (coronavirus) que tanto perturba al mundo, con su secuela de muerte, el Papa nos invita a ser solidarios compadeciéndonos de los que más sufren: “Hoy, ante un mundo que sufre tanto, ante tanta gente que sufre las consecuencias de esta pandemia, me pregunto: ¿soy capaz de llorar, como seguramente lo habría hecho Jesús y lo hace ahora? ¿Mi corazón se parece al de Jesús? Y si es demasiado duro, si bien soy capaz de hablar, de hacer el bien, de ayudar, pero mi corazón no entra, no soy capaz de llorar, debo pedir esta gracia al Señor: Señor, que yo llore contigo, que llore con tu pueblo que en este momento sufre. Muchos lloran hoy. Y nosotros, desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, de Jesús que no se avergonzó de llorar, pedimos la gracia de llorar. Que hoy sea para todos nosotros como el domingo del llanto” (Homilía del Santo Padre Francisco el día 29 de marzo de 2020).

El sentimiento de compasión no puede quedarse en la esfera interior del hombre, sino que debe traducirse en acciones concretas en favor de los más afectados, en este caso concreto con los que más sufren las consecuencias del coronavirus. De diversas partes del mundo nos llegan noticias de verdaderos ejemplos de solidaridad de tantas personas, actos de heroísmo y de derroche de generosidad. La Iglesia no es ajena al sufrimiento de los más vulnerables. Los pastores no pueden refugiarse en los templos ignorando el clamor de su pueblo. De hecho, muchos sacerdotes han mostrado verdadera entrega en favor de los más pobres; algunos han entregado su vida, contagiados con el coronavirus, siendo fieles a su misión. No se trata de buscar temerariamente la muerte, sino simplemente de dejarse llevar por la compasión y el compromiso de estar al lado del pueblo que sufre.

Los pastores no pueden actuar como élites privilegiadas que no se hacen cargo de los pobres, porque eso – como bien hace notar el papa Francisco – sería haber perdido la memoria de pertenencia al Pueblo de Dios, sería caer en una actitud clerical. El Papa pone ejemplos relacionados con la situación que el mundo está viviendo a raíz de la pandemia del coronavirus: “Pero ¿cómo es que —he oído en estos días—, estas monjas, estos sacerdotes que están sanos van donde los pobres a alimentarlos, y pueden contagiarse con el coronavirus?¡Pero dígale a la madre superiora que no deje salir a las monjas, dígale al obispo que no deje salir a los sacerdotes! ¡Son para los sacramentos! ¡Que provea el gobierno a darles de comer!” De eso se habla en estos días: el mismo argumento. ‘Es gente de segunda clase: nosotros somos la clase dirigente, no debemos ensuciarnos las manos con los pobres’” (Homilía del Santo Padre Francisco, el 28 de marzo de 2020. Capilla de Santa Marta). Los pastores tienen que dar ejemplo, no solamente orando por los que sufren, sino con actos concretos de generosidad, tan elementales como dar de comer a los pobres. Recordemos el pasaje del Evangelio referido a la multiplicación de los panes, cuando los discípulos, después de una larga jornada, le piden a Jesús que despida a la gente para que vayan a buscar de comer, recibiendo como respuesta: “Denles ustedes de comer” (Mc 6, 37). Aquellos discípulos quedaron totalmente desconcertados, pues no sabían cómo alimentar a una multitud con solo cinco panes y dos peces. ¿Cómo podremos hoy ayudar a millones de personas afectados por la pandemia?

La solidaridad de la Iglesia con los que sufren y pasan hambre a causa de la pandemia actual no resolverá – sin duda – el problema; pero, aquí no se trata de cifras estadísticas sino simplemente de abrir el corazón a la compasión. Desde la fe sabemos que nosotros ponemos nuestro esfuerzo, y el Señor pone lo demás. Más exactamente: Dios pone todo, porque Él es quien mueve los corazones de los hombres a la solidaridad. En realidad, nadie hace ninguna obra buena si no es movido por el Espíritu Santo, lo sepan o no. Mucha gente se deja tocar por la compasión y es generosa ayudando a los que más sufren.