Si Escuchas Su Voz

¿Es Posible Amar a Dios Desinteresadamente?

Posted

En el prólogo del libro de Job se nos describe la situación inicial de Job antes de ser sometido a la prueba. Era un hombre bendecido de Dios: poseía tierras, familia, ganados en abundancia. En el relato se dice que Satán escucha el elogio que Dios hace de Job, considerado como un hombre justo que “teme a Dios y se aparta del mal” (Jb 1, 8), a lo cual respondió Satán: “¿Es que Job teme a Dios de balde?” (Jb 1, 9). Satán sugiere que Job ama a Dios porque ha recibido todo tipo de bienes, pero que si Dios lo privase de esos bienes entonces maldecirá a Dios. En otras palabras: Job obra por interés personal (bienestar) y no por puro amor a Dios. Conocemos la historia de Job; Dios permitió que Job sea probado por Satán. Le suceden todo tipo de desgracias, pero Job se mantuvo firme en la fe. ¿Quedó probado con eso que Job amaba a Dios de balde?

En la poesía mística del siglo XVII, en España, encontramos un conocido soneto a Cristo crucificado, escrito por un autor anónimo en la segunda mitad de dicho siglo, publicado por primera vez en el año 1628. El tema del soneto es el amor a Dios que, supuestamente, no es movido por ningún interés, un amor que no espera ningún tipo de retribución y que tampoco obra por temor a castigo alguno. En sus versos el poeta anónimo manifiesta que es movido a amar a Dios al contemplar a Jesús crucificado y al experimentar el amor de Dios: “Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/que aunque no hubiera cielo, yo te amara,/y aunque no hubiera infierno, te temiera”. En los últimos versos, el poeta reafirma la misma idea: “No me tienes que dar porque te quiera,/pues aunque lo que espero no esperara,/lo mismo que te quiero te quisiera”.

Más allá de la belleza del poema cabe preguntarse: ¿Es posible amar a Dios sin esperar nada a cambio de Él? ¿Es posible amar a Dios aun cuando no hubiera cielo o infierno? ¿Cuál es la motivación última para amar a Dios y cumplir sus mandamientos? Ciertamente algunos escritores místicos como san Juan de Ávila nos hablan de un amor a Dios por Dios mismo. De ahí que algunos hayan atribuido a san Juan de Ávila la autoría del soneto a Cristo crucificado. En varios escritos de san Juan de Ávila aparece la misma idea, en el sentido que debemos obrar exclusivamente por amor a Dios: «Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra» (Glosa del Audi filia, cap. L.). La pregunta sigue pendiente de responder ¿Es posible amar a Dios aún sin esperanza de recompensa eterna? La cuestión resulta más difícil de resolver por cuanto, de hecho, en la Biblia se nos habla con toda claridad de la bienaventuranza, de la vida eterna, para quienes aman a Dios y cumplen sus mandatos.

Pedro, el humilde pescador que ha dejado su barca y sus redes para responder al llamado de Jesús, le dice a su maestro: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿Qué recibiremos, pues?” (Mt 19, 27). ¿Podríamos decir que Pedro seguía a Jesús por interés? Jesús no le echa en cara algún tipo de actitud egoísta o interesada, sino que le dice que aquél que lo deja todo por seguirlo no se quedará sin recompensa en esta vida y más allá de esta vida. “Recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29). El apóstol Pablo, siendo consciente que se acerca el momento de su muerte, y que ha cumplido bien su misión, aguarda con esperanza la recompensa, “la corona de justicia” que el Señor le entregará (Cf., 2Tm 4, 6-8). ¿Podemos decir entonces que el amor de Pablo era totalmente desinteresado?

Muchos santos y autores místicos, ciertamente, han hablado de amar a Dios con toda pureza, sin buscar ningún interés propio, negándonos a nosotros mismos. El amor a Dios, se dice, exige el olvido absoluto de cualquier interés, incluso del deseo de perfección y felicidad personal, de modo que—como se dice en el soneto—lo amemos “aunque no hubiera cielo” y le temamos “aunque no hubiera infierno”; sería algo así como la absoluta negación del Yo individual. ¿Dónde queda el amor a nosotros mismos? ¿Habría acaso una oposición entre el amor a nosotros mismos y el amor puro a Dios? No olvidemos, por otra parte, en el Evangelio, cuando le preguntan a Jesús cuál es el principal mandamiento, Él responde (citando el libro del Deuteronomio): amar a Dios, añadiendo que el segundo, semejante al primero, es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). De modo que quien no es capaz de amarse a sí mismo tampoco puede amar a los demás, y si no ama a los demás tampoco podría amar a Dios.

No se puede establecer una suerte de oposición entre un “amor puro” a Dios y una especie de “amor impuro” (el amor de aquél que busca su propio bien y perfección). El amor a nosotros mismos constituye la raíz del amor al prójimo; pero, ¿lo será también del amor a Dios? Algunos teólogos escolásticos han afirmado que el amor a uno mismo no contradice el amor a Dios, y que amar nuestro propio bien (el verdadero bien), es una forma de amar a Dios. Otros, han defendido la tesis contraria, en el sentido que el amor a Dios es tanto más perfecto cuanto más ajeno es al amor hacia uno mismo; esto conlleva necesariamente a la negación de sí mismo, renuncia absoluta a buscar nuestro propio bien para amar a Dios “en y por sí mismo”. Esto iría contra la idea aristotélica, asumida por Santo Tomás, en el sentido que hay en todos los seres una inclinación (por naturaleza) a buscar su propio bien. Pensamos que nuestro acto de amor a Dios debe recaer formalmente en Dios (de modo directo) “en y por sí mismo” (por ser Dios), y solo indirectamente recaer en el deseo (interés) de ganar la vida eterna. No debe invertirse ese orden. Hay que precisar que no todo interés es necesariamente malo o indigno. Hay intereses buenos y otros no tanto. No sería bueno o legítimo que obremos solo y exclusivamente porque esperamos ser recompensados por Dios con la vida eterna.

Ciertamente, en el Evangelio, cuando Jesús habla de las condiciones para seguirle dice: “Si alguno quiere venir tras de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8, 34). Pero, esa negación no se refiere a la anulación de nuestro Yo (persona), o el autodesprecio, sino a una renuncia a la vanidad de mundo (mundanidad). Una espiritualidad y una ascesis centrada en la negación de sí mismo, o el desprecio de sí mismo para poder amar a Dios con total desinterés, no se condice con el Evangelio. Dios no nos ha pedido que nos despreciemos, sino que lo amemos renunciando a la mundanidad espiritual, al apego a las riquezas, a la vanagloria.