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Esperanza y Consolación

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Cuando una persona afronta situaciones personales difíciles, por ejemplo a causa de una grave enfermedad, la pérdida de un ser querido, o cualquiera otra situación que produce un gran sufrimiento, generalmente es invadida de la tristeza, incluso angustia o ansiedad, más aún si esa persona no tiene una fe sólida y no está sostenida por la esperanza. Las personas que sufren, buscan algún tipo de consuelo, algo que mitigue su dolor y les dé las fuerzas para seguir adelante; pero, ¿Qué significa consolar?, ¿En que se basa ese consuelo? ¿Es un consuelo fundado en una esperanza cierta? ¿Qué puede, por ejemplo, consolar a una madre que ha perdido a un hijo trágicamente? ¿Podemos acaso decirle que “todo va a estar bien”? En sentido amplio decimos que consolar es brindar algún tipo de ayuda como soporte emocional y espiritual ante una situación de aflicción, esa ayuda puede ser con palabras de aliento, o simplemente con la presencia y acompañamiento personal. En situaciones de gran sufrimiento, más que palabras, la persona afligida necesita de la presencia de un amigo, de una persona que le sea cercana, de alguien que le haga sentir que “no está solo” con su dolor a cuestas. Todos necesitamos de consuelo en situaciones difíciles. La consolación busca aliviar o mitigar un sufrimiento interno que nos causa conmoción. Los creyentes sabemos que no estamos solos sufriendo en este “valle de lágrimas”, sino que Dios está siempre con nosotros, y Él es nuestro mayor consuelo; por ello el apóstol Pablo podía decir con verdadera convicción: “Todo lo puedo en Aquél que me conforta” (Flp 4, 13). La esperanza no es una invitación a la “resignación pasiva” ante los sufrimientos en este mundo sino, por el contrario, es una exhortación a la resistencia, a la confianza fundada en que la Palabra del Señor se cumplirá, Él realizará sus promesas.

En el Antiguo Testamento, existen numeroso pasajes que nos hablan de la consolación de Dios a su pueblo. Tenemos, por ejemplo, el llamado Libro de la Consolación (Capítulos 40-55 de Isaías). El profeta consolador hace un llamado a la esperanza a un pueblo que sufre la tribulación, ante la caída de Jerusalén y el destierro a Babilonia (Cf., Is 40, 1-5.9-11). El profeta anuncia el cercano final del destierro y el retorno de los deportados a Jerusalén. Dios se valdrá del Rey Ciro de Persia, quien actuará, sin saberlo, como un instrumento de Yahveh. Es una invitación a confiar en las promesas de un Dios que no abandona a su pueblo: “Mirad, Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina.” Ante la llegada del Dios liberador el profeta invita al pueblo a prepararse: “En el desierto preparen el camino al Señor, allanen en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale” (Is 40, 3-4). Esta profecía adquirirá un nuevo sentido, muchos siglos después, con la llegada del precursor del Mesías, Juan el Bautista.

El Adviento, como sabemos, está centrado en la esperanza: esperanza de un mundo mejor, de “cielos nuevos y tierra nueva”. Esa esperanza comienza a hacerse realidad con la venida del Señor y llegará a su plenitud en su Segunda Venida, con la Parusía. La venida del Señor como Mesías es cumplimiento de las promesas de Dios hechas a través de los profetas del Antiguo Testamento. Dios no ha venido a fundar religiones sino para traernos una esperanza y hacer realidad su promesa de vida eterna. De ahí que, lo que nos salva no es la pertenencia a una determinada religión, sino nuestra entrega confiada para hacer la voluntad de Dios, pues, como dice el apóstol Pedro: “Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le ama y practica la justicia le es grato” (Hch 10, 34).

El consuelo se funda en una esperanza cierta; los cristianos sabemos que nuestras tribulaciones acabarán y, finalmente, Dios aliviará nuestro sufrimiento y enjugará las lágrimas de nuestros rostros, “y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4). Nuestra esperanza, obviamente, no es sólo para esta vida, pues, como dice el apóstol Pablo: “Si solamente para esta vida tenemos nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!” (1Cor 15, 19). El apóstol Pablo nos hace recordar que aquello que Dios nos tiene preparado supera todas nuestras expectativas imaginables, pues “...ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Cor 2, 9). El hombre no puede, pues, vivir de “esperanzas diminutas” incapaces por sí mismas de darnos consuelo. Sin esperanza no hay consuelo que nos sostenga, y sin fe tampoco hay esperanza. La filosofía y la ciencia no consuelan, no tienen esa finalidad, sólo desde la fe el hombre podrá encontrar el verdadero consuelo. La religión, desde luego, no es una invención de los hombres para consolarse y hacer llevadera la vida en este mundo. La religión, indesligable de la cultura y presente en todas ellas, es la expresión de la apertura del hombre a la trascendencia, del anhelo de Dios inscrito en el corazón del hombre.

El cumplimiento pleno de nuestras esperanzas, como hemos dicho, se realizará con la Parusía o Segunda Venida del Señor. En el Nuevo Testamento, en los relatos sobre la Parusía, se utiliza un lenguaje propio del género apocalíptico, esa descripción de hechos portentosos, cataclismos cósmicos, etc., no es más que un recurso literario, un ropaje que no nos debe hacer perder de vista el acontecimiento central: la llegada del Mesías Salvador lleno de gloria, y la necesidad de prepararnos y estar vigilantes para salir al encuentro del Señor. Se nos invita a la paciencia, la misma que se funda en la fe y la esperanza. No hay que olvidar que los primeros cristianos esperaban el ‘retorno’ del Señor, como algo inminente, es decir, como un acontecimiento que ocurriría en su propia generación. En realidad el tiempo es para los hombres, Dios se mueve en una categoría distinta.

Hoy en día, a diferencia de los primeros cristianos, vivimos demasiado confiados en que el Señor “tardará en volver”; en consecuencia: hay un grave riesgo de instalarse en el mundo, perdiéndose esa actitud vigilante que todo cristiano debe mantener. La espera de una llegada inminente nos hace tomar distancia de las cosas, relativizándolas, disponiendo mejor nuestro espíritu para salir al encuentro del Señor que llega. Es preferible vivir en la esperanza de un ‘retorno’ inminente del Señor antes que auto convencernos que tardará mucho en llegar. En rigor de los términos Cristo nunca se ha ido, no nos ha abandonado a nuestra propia suerte, lo que ha cambiado es su modo de hacerse presente en medio de nosotros. Su ‘segunda venida’ del Señor debe ser entendida como el cumplimiento pleno de todas sus promesas y la realización de las más grandes esperanzas de los hombres, la esperanza en “un cielo nuevo y una tierra nueva, en la que habite la justicia” (2Pe 3, 13).