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Etnocentrismo y Relativismo Cultural

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A raíz del Sínodo Amazónico (2019) deberíamos retomar con mayor interés el tema de la inculturación del Evangelio, lo cual presupone revisar la enseñanza de la Iglesia sobre las relaciones entre Evangelio y Cultura; y, previamente a esto, replantearnos nuevamente el concepto de cultura. ¿Qué entendemos por cultura? ¿En qué se diferencia de “civilización”? ¿Es posible, desde una perspectiva antropológica y sociológica, establecer valores o principios transculturales válidos para todas las culturas? En esta columna haremos un primer acercamiento al concepto de cultura desde la antropología cultural.

Tradicionalmente se ha entendido la cultura a partir de la contraposición con la ‘naturaleza’; pero, el concepto de ‘naturaleza’ es sumamente problemático, no es fácil determinar qué es lo que pertenece en sentido estricto a la naturaleza y qué es lo que ya está transformado y, por tanto, pertenece al ámbito de lo ‘cultivado’, es decir, de la cultura. La cultura tiene, ciertamente, unos fundamentos de tipo biológico; pero, la naturaleza humana no debe entenderse como lo ‘inalterable’ en todos los seres humanos de todas las sociedades. Las acciones consideradas como las más ‘naturales’ (comer, dormir, etc.,) son ya ‘culturales’, vienen determinadas no sólo por la necesidad biológica sino también por la tradición cultural. El hombre, como sostiene Kroeber, tiene ciertamente una herencia biológica; pero, tiene también adquisiciones que no tienen que ver con dicha herencia. El animal está marcado por la herencia biológica, muchas especies han tenido que ir modificando su propia naturaleza para adaptarse al medio; en cambio, el hombre no ha necesitado modificar su naturaleza para sobrevivir en los ambientes y climas más diversos del planeta.

En líneas generales se ha entendido a la cultura como lo ‘producido’ por el hombre junto con los hábitos adquiridos. En ese sentido, E. B. Tylor definía la cultura como producto humano (conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, etc.,) y el conjunto de capacidades, hábitos y costumbres, que el hombre adquiere como miembro de una determinada sociedad. Sólo los hombres son capaces de crear cultura, el animal no. El animal vive enclaustrado, determinado por sus reacciones y la herencia biológica, no tiene tradición, no crea civilización. La conducta del hombre, en cambio, no está estereotipada, es una conducta aprendida y depende de la tradición.

La cultura, como señala T. Tentori, es un producto social, presupone una determinada concepción de la realidad, y la correspondiente sensibilidad hacia ella, que sirve a los hombres de orientación en las diversas situaciones existenciales. Desde esa perspectiva, no hay pueblos sin cultura, por muy ‘primitivos’ que se les considere, pues todas las sociedades siempre han tenido un conjunto de costumbres, usos y tradiciones que se transmiten en el proceso de socialización. Si admitimos la distinción entre ‘cultura’ y ‘civilización’, promovida sobre todo por Edward Sapir, podemos afirmar que hay pueblos relativamente más ‘civilizados’ que otros, pero no más ‘cultos’ que otros. ‘Civilización’ entendida como mayor desarrollo tecnológico, progreso, mayor dominio de la naturaleza al servicio del hombre. El progreso, sin embargo, no significa siempre más cultura, ni menos todavía una mayor realización personal en el orden espiritual y de los valores éticos.

Toda cultura, señalan muchos investigadores, tendría que ser valorada desde el interior de esa cultura misma, no desde los presupuestos de una cultura extraña; las instituciones, creencias y prácticas no deberán ser censuradas sólo por el hecho de diferir de las nuestras. El etnocentrismo ha sido siempre una tentación para los hombres de la cultura occidental; las actitudes etnocéntricas han sido muchas veces causa de graves incomprensiones y abusos contra pueblos y naciones enteras.  Es necesario que cada cual ame y defienda los valores de su propia cultura, pero de ahí a defender la bondad del ‘etnocentrismo’, como lo hace Claude Lévi-Strauss, hay una gran diferencia. Dicho autor parte de la necesidad de una fidelidad a los propios valores culturales, sin que eso lleve al desprecio de los valores de otras culturas. El etnocentrismo, para Lévi-Strauss, no es malo en sí mismo, sino que incluso es bueno, con tal de que no se nos escape de las manos; no sería reprochable – nos dice –“colocar una manera de vivir o de pensar por encima de todas las demás”, el etnocentrismo sería “consubstancial a nuestra especie” y, por tanto, no está llamado a desaparecer sino con nuestra misma especie; las culturas, aunque vivan también de préstamos de otras culturas, tendrían la obligación de mantener una impermeabilidad frente a otras culturas, de lo contrario tienden a desaparecer. Toda esa argumentación de Lévi-Strauss le lleva a defender las bondades de un ‘etnocentrismo controlado’

El etnocentrismo, como bien señala C. Geertz, hace que nos ‘enclaustremos’ de modo narcisista en nuestros propios valores culturales, valores que consideramos superiores a todos los de los demás. Las costumbres, tradiciones culturales, tienen su razón de ser dentro del sistema cultural propio de un pueblo o sociedad. Es verdad que resulta muy difícil ponerse de acuerdo para establecer una especie de ‘código’ de valores absolutos y, por tanto, que sean válidos para todas las culturas. Cada cultura tiene su propio sistema de valores, los mismos que tienen su significado al interior de esas mismas culturas, lo cual no quita que podamos encontrar algunos valores que son comunes en muchas culturas.  M.J. Herskovits nos hace ver la dificultad que plantea hacer juicios de valor sobre las tradiciones culturales, costumbres y creencias, ajenas a las nuestras. Un cierto ‘relativismo cultural’ puede ser útil frente a los excesos de los etnocentrismos.

Las diferencias presentes en las culturas, y el respeto de las mismas, no nos deben llevar, sin embargo, a defender un relativismo a ultranza. M.J. Herskovits no ha defendido un relativismo de esa naturaleza; él defiende, ciertamente, una forma de ‘relativismo cultural’; pero no postula la negación de la existencia de normas éticas absolutas, se exige la valoración de las normas éticas dentro de cada contexto cultural; pero, no se afirma que no existan valores objetivos. El autor hace una distinción entre los ‘absolutos’ y los ‘universales’; mientras que los criterios o valores que se consideran ‘absolutos’ no admiten variación de cultura a cultura, ni de época a época; los valores ‘universales’, en cambio, vienen a ser los ‘mínimos’ denominadores comunes que están presentes en todas las culturas y a los cuales podemos llegar inductivamente. Según esa distinción, dice Herskovits, cuando decimos que no hay ningún criterio de valor absoluto o de moral, no significa que no haya criterios que alberguen ‘universales’ presentes en la cultura humana. “La moral es un universal, y así también el goce estético y algún criterio de la verdad. Las diversas formas que adoptan esos conceptos no son sino productos de la particular experiencia histórica de las sociedades que los manifiestan” (Herskovits, M. J.: El hombre y sus obras. La ciencia de la antropología cultural. Fondo de Cultura Económica. México, 1952 [7ma. reimpresión, 1981), p. 91). Todo investigador tiene que ser consciente de las propias limitaciones de sus análisis, pues, como dice R. Benedict, “ningún hombre mira jamás el mundo con ojos prístinos. Lo ve a través de un definido equipo de costumbres e instituciones y modos de pensar” (Benedict, R.: El hombre y la cultura. Investigación sobre los orígenes de la civilización contemporánea. EDHASA. Barcelona, 1971, p. 14).