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La Semilla que Crece por sí Sola

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El Evangelio de Marcos, es el único de los evangelistas que recoge una muy corta parábola del Reino de Dios (de solo cuatro versículos), conocida como la parábola de la semilla que crece por sí sola. Es diferente a la parábola del sembrador que también es recogida por Marcos en el capítulo cuarto de su Evangelio. La parábola no aparece ni en Mateo ni en Lucas. La parábola nos dice que “el Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuanto el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega” (Mc 4, 26-29).

¿Qué es lo que se compara en la parábola? Podemos centrar nuestra atención en la semilla, en la tierra, en el sembrador, en el crecimiento, en la actitud del sembrador, o en la cosecha. La parábola tendrá la orientación correspondiente según con lo que se la compare.  La interpretación tradicional nos dice que se trata de una alegoría para hablarnos del desarrollo progresivo del Reino de Dios (crecimiento). Otros ven la comparación en la actitud y actividad del sembrador, la frase clave sería “sin que el sembrador sepa cómo crece”. La orientación moderna enfatiza en la “actitud” del sembrador. La intención del evangelista sería salir al paso de dos posibles tentaciones respecto al crecimiento del Reino de Dios en el mundo: la impaciencia y el desaliento.

La parábola está dirigida especialmente a los discípulos de Jesús cuyas expectativas mesiánicas pueden llevarlos a la impaciencia por ver los resultados. El Evangelio de Marcos insiste en el secreto mesiánico precisamente porque Jesús no quiere que se le confunda con el tipo de mesías que esperan lo judíos de su tiempo: un mesías victorioso con rasgos político religiosos.

En nuestro tiempo también hay una tentación frecuente en muchos misioneros: la prisa en ver los frutos inmediatos de su “acción pastoral”, sobre todo si están influenciados por el eficientísimo de los modelos de gestión empresarial, en base a resultados (medibles, cuantificables). La parábola quiere enseñarnos que el Reino de Dios es resultado, sobre todo, de la acción de Dios, no es una obra humana, aunque Dios cuenta con nuestra cooperación para que el Reino crezca y se extienda en el mundo. Dios está haciendo crecer su Reino silenciosa y misteriosamente. La parábola nos previene ante el pesimismo. Es una invitación a la esperanza, a la perseverancia en la misión.

El Reino de Dios va creciendo sin que nosotros nos demos cuenta, sin que podamos medir o cuantificar ese crecimiento. Dios quiere contar con nuestra entrega, con nuestro esfuerzo. Como bien dice el papa Francisco, nada de los que hacemos deja de producir sus frutos, sin que podamos cuantificarlos: “Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas ma­neras: como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13, 31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt 13, 33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13, 24-30)” (Evangelii Gaudium, 278). Como no vemos esos brotes de la semilla que germina y crece, podemos tener la sensación de que todo sigue igual a pesar de nuestra entrega y de nuestros esfuerzos. San Pablo nos dice que nuestro trabajo por el Señor no será en vano (Cf., 1Cor 15, 58).

Hay que tener la certeza interior, la convicción de que Dios está haciendo su obra, que el Reino de Dios está creciendo. El Papa nos dice también que hay que tener la certeza de la fecundidad de nuestra entrega. “Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia” (Evangelii Gaudium, 279).

La parábola de la semilla que crece por sí sola, quiere poner el énfasis en la acción de Dios en el crecimiento del Reino, más que en la actividad del hombre. La parábola también tiene un sentido escatológico. La expresión “cuando llegue el día de la siega” es una alusión a los tiempos finales con referencia al juicio de Dios. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Joel, al hablar del Juicio de Yahvé sobre las naciones, exclama: “Meted la hoz, porque la mies está madura; venid, pisad, que el lagar está lleno” (Jl 4, 13). El Reino de Dios está creciendo en la tierra, pero alcanzará su madurez y plenitud con la segunda venida del Señor al final de los Tiempos (Parusía), lo cual coincide con el juicio definitivo de Dios.

En el libro del Apocalipsis, el apóstol San Juan describe una visión: “Y seguí viendo. Había una nube blanca, y sobre la nube sentado uno como Hijo del Hombre, que llevaba en la cabeza una corona de oro y en la mano una hoz afilada. Luego salió del Santuario otro Ángel gritando con fuerte voz al que estaba sentado en la nube: «Mete la hoz y siega, porque ha llegado la hora de segar; la mies de la tierra está madura»” (Ap 14, 14-15).

En el Evangelio de Mateo, Jesús al explicar la parábola del Trigo y la Cizaña (Cf., Mt 13, 36-42), nos dice que “la siega es el fin del mundo y los segadores son los ángeles” (Mt, 13, 39). Todo esto confirmaría el sentido escatológico que tiene la parábola de la semilla que crece por sí sola. No deja de llamar la atención por qué los otros evangelios no han recogido esta parábola de Marcos. Se trata de una de esas varias parábolas sobre el Reino de Dios; pero, esta corta parábola tiene un gran significado y valor propios. Lo central de esta parábola de Marcos no es solo destacar la fecundidad de la semilla que germina y crece en tierra fértil, y que logra producir sus frutos que serán recogidos el día de la siega, sino la acción de Dios. El Reino de Dios es eso: una “obra de Dios” y no una obra humana. Los santos que entregaron su vida entera al servicio del Reino de Dios, tenían la firme convicción que todo lo bueno que habían hecho en esta vida, no era obra suya sino “obra de Dios”.