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Lo que nos Enseña la Iglesia sobre el Demonio

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Los Padres de la Iglesia tuvieron que vigilar contra posibles contaminaciones del pensamiento cristiano con la demonología de las religiones circundantes. Las prácticas religiosas paganas son, con frecuencia, presentadas como un culto rendido al demonio. Contra el dualismo maniqueo que afirmaba la existencia de dos principios creadores en permanente oposición (el bien y el mal), los Padres insisten en el hecho de que los demonios son criaturas de Dios caídos en el pecado. Todo lo creado por Dios es bueno, el mal no existe en el comienzo de la creación. Los escritos ascéticos de los primeros siglos hablan frecuentemente de Satanás, como una realidad personal, a quien hay que resistir. En la antigüedad, como señala R. Guelluy (Cf., La Creación. Herder, 2da. Ed., Barcelona 1979), “la idea de que la redención es la liberación de la servidumbre de Satanás, es fundamental en toda la literatura patrística” (p. 180). Los Padres invitaban a desconfiar del tentador y estar siempre vigilantes.

En la Edad Media las múltiples representaciones en las esculturas y pinturas de las catedrales atestiguan el interés que se les concedía a los demonios. “El miedo al diablo, lo mismo que el gusto por lo maravilloso, desempeñó un gran papel en la religiosidad popular de la Edad Media” (Guelluy, 1979, pp. 181-182). La creencia en el demonio inspiró también el recurso frecuente a la brujería y las múltiples sospechas relativas a los maleficios de las brujas.

El II Concilio de Braga (año 561), condenó la postura maniquea y de los priscilianos: “Si alguno dice que el diablo no fue primero un ángel bueno hecho por Dios, y que su naturaleza no es obra de Dios, sino dice que emergió de las tinieblas y que no tiene autor alguno de sí, sino que él mismo es el principio y la sustancia del mal, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema” (Dz, 237). En la profesión de fe propuesta a Durando de Huesca y a sus compañeros valdenses (18 de diciembre del año 1208), se dice: “Creemos que el diablo se hizo malo no por naturaleza, sino por albedrío” (Dz, 427). El cuarto concilio de Letrán (12l5) afirma que el diablo y demás demonios fueron creados buenos por naturaleza; pero ellos por sí mismos se hicieron malos (Dz 428); habiendo ellos pecado, hicieron también pecar al hombre. El concilio de Trento afirma que el diablo obliga a los hombres a mantenerse en lucha contra él (Cf., Dz 788; 793). El Magisterio de la Iglesia nos enseña que el hombre pecó por instigación del diablo y que los poderes del mal continúan probándonos; que los demonios son criaturas espirituales y su condenación es eterna.

En el Catecismo de la Iglesia, se enseña que Satán o Diablo, fue primero “un ángel bueno, creado por Dios” (Catecismo, 391). La caída de los ángeles, su pecado, “consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino” (Catecismo, 392). El Catecismo cita a san Juan Damasceno, quien afirma que “no hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para el hombre después de la muerte” [S. Juan Damasceno, f.o. 2, 4: PG 94, 877C] (Catecismo, 393). Las más graves consecuencias de la obra del diablo “ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios” (Catecismo, 394). Sin embargo – señala el Catecismo –, “el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios…El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio...” (Catecismo, 395). En el Padre Nuestro, una de las peticiones es que nos libre del mal. “En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios” (Catecismo, 2851).

El Antiguo Testamento, como señala Damasus Zähringer, no había planteado el problema del origen de Satanás; en cambio, para el Nuevo Testamento, el diablo y los suyos son ángeles caídos. La tradición dice que el pecado de los ángeles fue un pecado de soberbia. La soberbia de los ángeles equivalió a una auto divinización (Cf., Zähringer, D. Los demonios, en: Mysterium Salutis, Vol. II. Cristiandad, 2da., Ed. Madrid, 1977). A consecuencia de su pecado los ángeles fueron arrojados al infierno. La Escritura nos habla de un “fuego eterno” preparado para el demonio y sus ángeles (Mt 25, 41). ¿Cómo pudieron pecar los ángeles siendo criaturas tan perfectas? La caída de una parte de los ángeles es una manifestación de lo que san Pablo considera el “mysterium iniquitatis” [el misterio de la iniquidad] (Cf., 2Tes 2, 7) en sentido estricto. La maldad como tal, y en primer lugar la transformación de los ángeles en poderes de las tinieblas, es y seguirá siendo un misterio.

Hay, sin embargo, como señala Zähringer, una gran diferencia entre la caída de los ángeles y la del hombre: en la caída de los ángeles faltó la tentación venida de fuera. “Cuando el ángel peca, cuando se alza contra Dios, lo hace con una mayor energía y libertad de decisión que el hombre. La razón de esta diferencia de intensidad es que los ángeles son espíritus puros y poseen una naturaleza más perfecta que el hombre. Por eso es la prueba de los ángeles única e irrepetible. La negativa contra Dios se traduce en los ángeles en un total endurecimiento y en una total fijación negativa de su voluntad. Ello excluye toda posibilidad de conversión” (Zähringer, 1977, p.776). El rechazo a Dios por parte de los ángeles caídos fue un acto irreversible, irrevocable. En la hipótesis negada de que los demonios se pudiesen “convertir”, serían perdonados; pero eso no es posible, como no es posible que después de la muerte las personas puedan convertirse de sus pecados cometidos en esta vida como para cambiar su destino final (cielo o infierno).

El pecado es el modo libre de caer en manos del demonio. Mientras el hombre vive, puede arrepentirse y ser perdonado, pero una vez que cruza la frontera de la vida terrenal, ya nada puede hacer él mismo para cambiar su destino final construido en el “más acá”. Para el “más allá” solo podemos orar por él. La Iglesia nos enseña que podemos ofrecer sufragios por los difuntos que están en el purgatorio (un estado transitorio); pero, si alguien estuviera en el infierno (y eso no lo podríamos saber), entonces ya de nada servirían nuestras oraciones por su alma. El diablo habría ganado a uno más de modo definitivo. La Iglesia puede alcanzar la certeza de que alguien ya está en el cielo (los santos); pero, nunca que alguien está en el infierno.

Nuestra reflexión sobre las potencias del mal, tiene que partir del hecho cristológico: Cristo vino a la tierra para librarnos del poder de Satanás. Esas potencias que Cristo vino a vencer son criaturas. Aunque no podemos explicarnos por qué permitió Dios la corrupción de los ángeles buenos, tenemos la certeza de nuestro triunfo sobre el demonio con el poder de Dios. Hemos sido salvados por Cristo; Él es el vencedor y camina hacia el triunfo completo.