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Pasión por La Misión

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Somos discípulos misioneros. No es separable el seguimiento de la misión, es imposible seguir a Jesús sin ser su misionero. El discípulo es un apasionado por la misión, con un compromiso que envuelve toda su persona y su vida. La misión, como dice el papa Francisco, “es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo” (Evangelii Gaudium, 268). ¿Qué significa tener una pasión por Jesús y una pasión por su pueblo?

Un preclaro ejemplo de un “apasionado” por Jesús es el apóstol Pablo, quien llega de decir: “para mí, vivir es cristo” (Flp 1, 21), “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20); “...todo lo estimo pérdida con tal de ganar a Cristo” (Flp 3, 7); más aún, san Pablo considera que las cosas que ha perdido, por seguir a Cristo, como “basura”, es decir: sin ningún valor. Toda la vida del apóstol de los gentiles ha estado centrado en Cristo. La configuración con Cristo ha llegado a tal punto que el apóstol puede decir: “Sean mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1Cor 11, 1). Solo a partir de esa “identificación con Cristo” es que surge en el apóstol la imperiosa necesidad de la misión: “¡Pobre de mí si no evangelizo!” (1Cor 9, 16). Esa pasión por la misión nace de su pasión por Cristo. Pablo, a pesar de los sufrimientos y persecuciones a causa de la misión, no lo toma como una carga que hay que llevar por mera obligación; para el apóstol, el sentido de su vida está en el compromiso con la misión, por ello nunca pierde la alegría y nos exhorta diciendo: “Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres” (Flp 4, 4); “Estén siempre alegres. Oren sin cesar” (1Tes 5, 16). El motivo de esa alegría, obviamente, es Cristo: estar con Él, sentirnos acompañados por Él. Sin la pasión por Cristo es imposible entusiasmarse o apasionarse por la misión. El que se entrega con pasión a la misión, no obstante todas las renuncias, cansancios y sufrimientos, percibe su labor como gratificante; experimenta una alegría indescriptible por el compromiso total con la misión.

Cuando el misionero alcanza un elevado nivel de identificación con Cristo, entonces tiene una energía poderosa que supera todas sus fragilidades, es la energía que insufla el Espíritu Santo; por ello, como bien señala el papa Francisco, ninguna motivación será suficiente para alentarnos en la acción evangelizadora “si no arde en los corazones el fuego del Espíritu”. No hay que olvidar, como enfatiza el Papa, que el Espíritu Santo es “el alma de la Iglesia evangelizadora” (Cf., Evangelii Gaudium, 261). El discípulo misionero tiene que ser plenamente consciente que no está solo en la tarea misionera, sino que “Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él” (Evangelii Gaudium, 266). Es esa convicción de que Jesús camina a nuestro lado lo que nos da el valor para seguir adelante, desafiando todos los obstáculos y adversidades. “Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión.

Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie” (Evangelii Gaudium, 266).

Cuando el discípulo misionero vive esa entrega total a la causa de Cristo, considera que no se pertenece a sí mismo sino a Cristo y a los demás. El papa Francisco cuestiona la actitud de algunos agentes pastorales, incluso personas de vida consagrada, por una “preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fuera parte de la propia identidad” (Evangelii Gaudium, 78). Eso sucede, precisamente, por un enfriamiento de la fe y una pérdida del entusiasmo misionero. Cuando el discípulo misionero descubre esa presencia actuante de Jesús que lo acompaña, entonces no hay espacio para la desidia, la pereza espiritual que conlleva, finalmente, a la tristeza y al abandono de la propia vocación. Contemplamos con tristeza el estilo de vida de algunos pastores y laicos que en algún momento estuvieron muy comprometidos y entusiasmados con la misión; pero ahora parece que nada les motivo, ni les alegra, habiendo cedido a una especie de acedia pastoral. Muchos, quizá, cayeron en el activismo sin espíritu que los llevó al cansancio y agotamiento físico y mental. Creyendo que “su acción era ya oración”, se sintieron dispensados de buscar espacio de encuentro personal con Cristo en el silencio y la oración, olvidando que—como dice el papa Francisco—“siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y la actividad” (Evagelii Gaudium, 262).

El problema, como bien señala el papa Francisco, “no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin la motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable” (Evangelii Gaudium, 82).  Cuando hemos perdido la convicción de que Cristo nos acompaña en nuestro esfuerzo, entonces experimentamos el rápido agotamiento de nuestras fuerzas; “las tareas cansan más de lo razonable, y a veces enferman. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado” (Evangelii Gaudium, 82). El Papa nos exhorta constantemente a no perder el entusiasmo misionero, pues nadie podrá quitarnos la alegría del Evangelio. Los males de este mundo, y de la Iglesia,—nos dice el Papa—“no deberían ser excusa para reducir nuestra entrega y nuestro fervor” (Evangelii Gaudium, 84). Mantendremos vivo el “ardor misionero” si ponemos nuestra plena confianza en el Espíritu Santo, pues Él es quien “viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8, 26) [Cf., Evangelii Gaudium, 280). Es necesario, como señala el apóstol Pablo, dejarse conducir por el Espíritu (Cf., Gal 5, 25). “No hay mayor libertad que la dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento” (Evangelii Gaudium, 280).

La pasión por Jesús, la pasión por el Evangelio, nos lleva necesariamente a la pasión por el pueblo. “Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros” (Evangelii Gaudium, 272). No evangelizamos porque queremos hacernos merecedores del Reino de Dios sino porque buscamos la gloria de Dios cumpliendo el mandato del Señor de “ir por todo el mundo anunciando el Evangelio” (Cf., Mc 16, 16; Mt 28, 19-20). No se trata de “salvarnos a como dé lugar” sin importar que otros no se salven. Somos miembros de una Iglesia y no podemos estar exceptuados de contribuir a la misión; más aún, nuestra preocupación por la salvación de todos debe desbordar las fronteras visibles de la Iglesia. El “otro” no es un medio para ganar individualmente mi salvación, sino que el otro (prójimo), sobre todo el pobre o excluido, es fin en sí mismo, es “rostro sufriente de Cristo” que nos cuestiona e interpela.