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Revelación y Encarnación

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La revelación es una manifestación de Dios al hombre. Dios se ha revelado de distintas maneras. La Iglesia no habla de una revelación natural y una revelación sobrenatural. Según la primera, el hombre, por la sola luz natural de la razón, puede, a través de las cosas creadas, llegar al conocimiento de la existencia de Dios. El Concilio Vaticano I (1870) no enseña que “Dios, principio y fin de las cosas creadas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón partiendo de las cosas creadas” (Dz, 1785). Según esto, para llegar conocer la existencia de Dios en cuanto “principio y fin de las cosas creadas” no se requiere de la fe, sino que basta la razón natural. De ahí que nada justificaría el ateísmo o el agnosticismo, pues todo ser humano tiene la luz natural de la razón, la misma que resulta suficiente para conocer la existencia de Dios. El concilio insiste en que hay cosas divinas que no son inaccesibles a la razón humana (revelación natural a través de las cosas creadas), y que pueden ser conocidas por todos, “aún en la condición presente, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno” (Dz, 1786); sin embargo, como el mismo concilio lo señala, quiso Dios, en su infinita sabiduría y bondad, “revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad” (Dz, 1785). La segunda vía, la vía sobrenatural, sí requiere, para ser acogida, necesariamente de la fe, la misma que no es contraria a la razón natural. El hombre no podría conocer cómo es Dios y cuáles son los decretos de su voluntad si Dios mismo no se lo revelara, y esa revelación necesita ser acogida por la fe. La fe, así mismo, siendo una respuesta del hombre a la revelación divina, es también un don de Dios. El hombre no aceptaría la revelación divina si Dios no lo mueve internamente con su gracia, respetando su libertad.

Dios, ciertamente, se ha revelado de muchas maneras, desde el acto creador. De ahí que podamos decir que la creación es la primera auto revelación de Dios que actúa por su sola Palabra (el Verbo de Dios). La revelación es progresiva. Dios se revela a su pueblo por la palabra de los profetas. La revelación es diálogo y encuentro con su pueblo a iniciativa de Dios. La Carta a los Hebreos nos dice que “muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos no ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todo” (Hb 1, 1-2). La plenitud de la revelación nos llega con Jesucristo, la Palabra que estaba junto a Dios desde el principio, que se hizo hombre y habitó entre nosotros (Cf., Jn 1, 1.14). Jesús no solamente nos trae la plenitud de la revelación sino que Él mismo es la revelación de Dios. Jesús nos dice que “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien se lo quiera revelar” (Lc 10, 22). Antes de su encarnación existe el Verbo de Dios, la segunda persona de la Trinidad. El Concilio Vaticano II nos enseña que “la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda revelación” (Dei Verbum, 2).

Nadie mejor que Jesús, la Palabra encarnada, para darnos a conocer al Padre, pues ha estado siempre junto al Padre. Como bien señala R. Latourelle (1982), en su libro Teología de la creación, “Cristo es el Hijo de Dios aun en su humanidad. La segunda persona de la Trinidad es personalmente hombre, y ese hombre es personalmente Dios. Cristo es Dios de manera humana y hombre de manera divina”. Los actos son siempre de la persona, y en el caso de Jesús de Nazareth, la persona es divina (la segunda persona de la Trinidad), por ello los actos de Cristo son actos de Dios en forma de manifestación humana. El prólogo del Evangelio de Juan es contundente: “A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único que está el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1, 18).

La revelación se produce a través de palabras y acciones. “El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas: las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio” (Dei Verbum, 2). Cristo expresa en lenguaje humano lo que conoce del Padre. Él es el testigo más cualificado para hablarnos de Dios, pues comparte la misma naturaleza divina; sin embargo, Jesús no ha dejado escrito nada por él mismo. Toda la Biblia ha sido escrita por autores inspirados, de ahí que se requiera conocer e interpretar lo que dichos autores querían decir y lo que Dios quiso decirnos a través de ellos (Cf., Dei Verbum, 12). No olvidemos, por otra parte, el rol del magisterio de la Iglesia como custodio de la revelación contenida en la Escritura y la Tradición. “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido confiado únicamente a la Iglesia” (Dei Verbum, 10).

Los apóstoles fueron, sin duda, testigos privilegiados de la revelación traída por Jesús, de sus palabras y acciones, de sus señales (“milagros”). El mismo apóstol san Juan, autor del cuarto Evangelio, nos dice que Jesús hizo muchas señales en presencia de sus discípulos, no todas están escritas, sino que ha escogido algunas de ellas y las ha puesto por escrito “para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengamos vida en su nombre” (Jn 20,31). Los apóstoles, pues, no transmitieron toda su experiencia vivida o un conocimiento exhaustivo de Cristo, sino el conocimiento que consideraban más necesario (palabras y hechos) para afianzar la fe de los creyentes en Cristo, en orden a nuestra salvación.

El Concilio Vaticano II nos dice que entre los escritos del Nuevo Testamento sobresalen los Evangelios “por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro salvador” (Dei Verbum, 18). Los cuatro evangelios “narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos, hasta el día de la ascensión” (Dei Verbum, 19).

La Iglesia nos enseña que con la muerte del último de los apóstoles (san Juan), se cierra la revelación pública. No debemos esperar una nueva revelación, nuevas verdades de fe que no estén contenidas en la Escritura y la Tradición (depósito de la fe), sino una mayor profundización en el misterio revelado, así como madurar una postura de la Iglesia, como ha sucedido, por ejemplo, con la pena de muerte. Por otra parte, las llamadas “revelaciones privadas” (reconocidas por la Iglesia), no pueden cambiar en modo alguno o añadir algo nuevo al contenido de la revelación pública.