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El Encuentro Con Jesús Resucitado

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El Viernes Santo significó para los seguidores de Jesús un duro golpe para su fe, imposible de superar por sí solos sin la intervención personal del mismo Resucitado. Los relatos evangélicos reflejan la situación anímica de los discípulos después de los acontecimientos del Viernes Santo: estaban totalmente frustrados, abatidos, no esperaban la resurrección de Jesús, pues, como dice el evangelista San Juan: “no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.” (Jn 20, 9).

La fe en la resurrección de Jesús no es el resultado de alguna ‘alucinación’ de los discípulos que no habrían podido superar el trauma ocasionado por la muerte de Jesús en la Cruz, tampoco responde a un temperamento visionario o a un autoengaño de los discípulos. Los textos bíblicos neotestamentarios relatan con toda claridad que ha sido por iniciativa del Resucitado que los discípulos renuevan su fe y esperanza en Jesús después de los dramáticos acontecimientos del Viernes Santo.

El apóstol Pedro enfatiza que la fe en la resurrección se sustenta en una experiencia real, no en una alucinación; la fe en la resurrección tiene un substrato histórico. Jesús de Nazareth es un personaje histórico, su vida y obras es de todos conocida; pero, Pedro va mucho más allá, su testimonio no se reduce a la vida terrena de Jesús, sino que se presenta como testigo del Resucitado, con una afirmación categórica: “hemos comido y bebido con Él después de la resurrección” (Hech 10, 41). Con estas palabras Pedro quiere indicar que el encuentro con el Resucitado no puede reducirse a una experiencia puramente interior o psicológica, se trata de un encuentro real, la naturaleza de ese encuentro es muy difícil de precisar, pues se trata del encuentro con un Resucitado, no con un hombre de carne y hueso que ha vuelto a la vida terrena, como es el caso de Lázaro, quien en sentido estricto no resucitó sino que fue reanimado y volvió a la vida terrena para de nuevo morir; Jesús, en cambio, ya no puede volver a morir sino que vive para siempre y es accesible a todo creyente.

El creyente tiene que vivir permanentemente con la convicción de que Cristo resucitado está presente en medio de nosotros. Nuestra fe cumple una función mediadora que posibilita nuestro encuentro con Él. La resurrección del Señor, como nos enseña la Iglesia, es el fundamento de nuestra fe, pues si Cristo no hubiera resucitado, como bien señala el Apóstol Pablo, vana sería nuestra fe, carente de todo sustento nuestra predicación (Cf., 1Cor 15, 14). Negar la resurrección corporal de Jesús, sería derribar los pilares que sostienen nuestra fe. Si Cristo no resucitó, insiste el Apóstol Pablo, tampoco nadie podría resucitar, todo se acabaría con la muerte.

Es necesario aclarar que no llegamos a convencernos de la resurrección de Jesús a través del razonamiento lógico, o después de un riguroso análisis de las supuestas pruebas de la resurrección, como puede ser la “tumba vacía”. La tumba vacía no es una prueba de la resurrección, sino un símbolo o signo de la misma. La mayor prueba irrefutable de la resurrección es el encuentro con el Resucitado. La tumba vacía no genera la fe en la resurrección; la fe en la resurrección se genera por una iniciativa del mismo resucitado, por su intervención personal, pues es Él quien sale al encuentro de sus discípulos devolviéndoles la esperanza. Resulta evidente que si podemos encontrarnos con Jesús hoy es porque Él ha resucitado, es Él quien toma la iniciativa de salirnos al encuentro, como a los discípulos de Emaús. Sólo sino nos abrimos a la fe podemos reconocer la presencia del resucitado.

El Jesús resucitado es el mismo crucificado, tal es el sentido de los relatos de las apariciones de Jesús resucitado que remarcan su corporeidad, las huellas de su crucifixión; obviamente, la resurrección no puede entenderse como la reanimación de un cadáver, como fue el caso de la resurrección de Lázaro (independientemente de la historicidad de este personaje). La resurrección no es una vuelta a la vida terrena, sino el paso a una vida gloriosa, para lo cual nuestros cuerpos mortales deben ser transformados, no sabemos cómo será, pero sí sabemos que podremos contemplar el rostro de Dios cara a cara.

La Pascua nos debe hacer reflexionar sobre el sentido y alcance de nuestra fe en la resurrección del Señor. No podemos quedarnos en el Viernes Santo. Jesús no es un personaje del pasado, sino también del presente; pero no porque viva solo en nuestro recuerdo, sino porque realmente está presente. Su presencia no es como la de los grandes personajes del pasado que viven en la memoria colectiva de un pueblo, pues por muy grandes que hayan sido sus obras, o muy heroicos sus actos, no dejan de estar muertos, esperando la resurrección del último día. En el caso de Jesús, Él no solo está presente en la memoria colectiva sino realmente, precisamente porque ha resucitado. La resurrección le permite superar las limitaciones del espacio y el tiempo: puede estar simultáneamente en todos los lugares, puede estar en el presente y en el futuro, puede salir al encuentro del hombre de hoy, como salió al encuentro de los discípulos de Emaús. Por ello, no podemos buscar entre los muertos al que vive. Jesús vive en medio de nosotros, se nos hace presente de distintas formas: en el rostro del hermano que sufre, en los sacramentos (especialmente en la Eucaristía), en la lectura y meditación de su palabra, en los acontecimientos de nuestra vida. Es la fe la que nos permite reconocer esa presencia. Jesús mismo ha dicho: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

La fe en la resurrección tiene que tener necesariamente consecuencias prácticas en la vida del creyente. No podemos decir que creemos en Jesús resucitado si eso no se evidencia en nuestra vida, si no buscamos “las cosas de arriba” (Cf., Col 3, 1ss). Una persona que en su vida demuestra una preocupación exclusiva, y a veces obsesiva, por las “cosas de la tierra”, que considera las cosas como fines, que no es solidario con el hermano que sufre, no puede ser un creyente en la resurrección del Señor. El creyente reconoce que su patria definitiva está más allá de esta tierra sometida a servidumbre. Por otra parte, no debemos ignorar que la resurrección tiene también un alcance cósmico: esta tierra, y la creación entera, que “gime con dolores de parto” tiene que se renovada (Cf., Rm 8, 21ss), esperamos un cielo nuevo y tierra nueva. La visión materialista de la existencia humana, el consumismo desmedido, la insensibilidad ante los excluidos de la sociedad, son prueba de que el fondo muchos no creen en la resurrección o que dicha fe es demasiado débil e inoperante.