La Iglesia enseña que el hombre puede llegar a un conocimiento cierto de la existencia de Dios por la sola luz natural de la razón. Según esto, es de fe que podemos llegar por la razón a saber que Dios existe como “principio” y “fin” de todo lo creado. El Concilio Vaticano I (1869-1870), definió que “Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas” (Dz. 1785); a esto es lo que se llama la “revelación natural”. No habría razón entonces para asumir una postura atea o agnóstica, pues no se necesita la fe para saber que existe Dios, aunque se trate de un conocimiento incipiente y limitado, pues, por la sola vía de la razón, jamás el hombre podría tener un conocimiento de cómo es Dios en sí mismo. Por otra parte, Dios es como se revela; y, cuando Dios se revela a través de su palabra (que debe ser acogida por la fe) estamos hablando de otro tipo de revelación. Por ello, el mismo Concilio señala: “Sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad” (Dz. 1785). A esto es lo que llamamos “revelación sobrenatural”.
En la Carta a los hebreos se nos dice que “muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hb 1, 1). Con Cristo nos llegó la plenitud de la revelación, pues, como dice Jesús “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Evidentemente ¿Quién puede conocer mejor a Dios Padre sino el Hijo que ha estado junto a Él desde toda la eternidad?
En el prólogo de san Juan se nos dice que “en el Principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1). Esa “Palabra” se refiere al Hijo de Dios (la segunda persona de la Santísima Trinidad). Por el misterio de la Encarnación, esa Palabra “se hizo carne” (Jn 1, 14). En Jesús de Nazareth, el Dios hecho hombre, hay que distinguir su existencia histórica como hombre que comenzó en el momento de la Encarnación y su pre existencia desde toda la eternidad como la Palabra o Hijo de Dios que siempre estuvo junto a Dios y que participó en la creación del mundo. Pero en Jesús no hay dos individuos sino una sola persona (la persona divina) a la que está unida de modo inseparable a la naturaleza humana y la naturaleza divina. La Iglesia nos enseña que Jesús de Nazareth es verdadero Dios y verdadero hombre. Con respecto a la humanidad de Jesús no ha habido mayores cuestionamientos, excepto algunas herejías del primer siglo como el docetismo (que negaba que el cuerpo de Jesús fuese real). En lo que hubo más discusión fue por el reconocimiento de la divinidad de Jesús; no obstante que en el Nuevo Testamento hay textos claros sobre la divinidad de Jesús.
En el Evangelio se nos relata que, en cierta ocasión, los judíos le increparon a Jesús: “¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?” (Jn 8, 53). Jesús les insiste en que Él conoce a Dios y que el mismo Abraham vio su día y se alegró, a lo cual los judíos le replican “¿Aún no tienes cincuenta años y ya has visto a Abraham?” (Jn 8, 57). La respuesta de Jesús es categórica: “En verdad, en verdad les digo: antes que Abraham existiera, existo Yo” (Jn 8, 58). Ante esa respuesta el escándalo de los judíos fue grande, no solo pensaban que Jesús tenía un demonio, sino que era un loco y blasfemo, por ello, relata el evangelista, “tomaron piedras para tirárselas” y Jesús se tuvo que alejarse y esconderse (Cf., Jn 8, 59).
Los judíos no podían comprender lo que Jesús les decía, para ellos resultaba evidente que no había podido existir antes que Abraham (quien vivió varios siglos atrás). Está claro, como hemos dicho, que Jesús de Nazareth comenzó a existir como hombre en un momento determinado de la historia humana (muchísimo tiempo después que Abraham). Los judíos solo se fijaban en ese dato histórico, constatable, y en eso no les faltaba razón, pues Jesús como hombre no podía haber nacido antes que Abraham; pero, ellos ignoraban la condición divina de Jesús de Nazareth. Jesús no solamente era hombre, sino el Dios encarnado; y, en su condición divina (como Hijo de Dios) había existido desde siempre junto al Padre, desde antes de la creación del mundo. Quien se encarnó en el purísimo vientre de la Virgen María, obviamente, no fue el Padre eterno (Primera Persona de la Santísima Trinidad) ni tampoco el Espíritu Santo (Tercera Persona de la Santísima Trinidad), sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad (el Verbo de Dios). En consecuencia: ¿Qué ser humano podría conocer mejor a Dios que el Hijo de Dios hecho hombre? Por ello con toda razón la Iglesia nos enseña que con Jesús llegó la plenitud de la revelación. Esa revelación Jesús la transmitió a sus apóstoles. La revelación quedó completa con los apóstoles, se cerró con la muerte del último apóstol. No podemos esperar ninguna nueva revelación que añada algo a lo que Jesús nos ha revelado.
El Concilio Vaticano II nos dice que Dios se ha revelado a sí mismo para manifestar el misterio de su voluntad, para que los hombres puedan “llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (Dei Verbum, 2). El fin último del hombre es glorificar a Dios y “participar de la vida divina” (ver a Dios, ser como Dios). Es ese fin que nos ha sido revelado el que debe orientar toda nuestra existencia terrena. No estamos en este mundo para cosas menores, para metas raquíticas, diminutas, pues si creemos realmente que no todo termina en esta vida, y que cruzando la frontera de la muerte alguien nos espera, entonces ¿Por qué organizamos nuestra vida terrena como si no hubiera nada más allá de ella? Por otro lado, si pensamos que “todo se termina en esta vida” entonces, como bien hacía ver el apóstol Pablo, somos “los más desdichados de los hombres” (Cf., 1Cor 15, 19), no les faltaría razón a los que tienen como norma de vida: “Comamos y bebamos que mañana moriremos” (1Cor 15, 32), pues no creen en la vida eterna ni en la resurrección.
Cuando elaboremos la visión para nuestro “Proyecto de vida”, la pregunta que debemos hacernos no sería esta “¿Cómo me veo de aquí a cinco o diez años?” sino ¿Dónde quiero estar después que termine mi vida terrenal? Si nuestra meta final es “participar de la vida divina”, entonces a partir de allí organicemos toda nuestra vida. Al cruzar la frontera de la vida terrena ya no es posible regresar a este mundo para corregir errores.